Compartimos, en el ciclo de cuentos de los lunesAutobiografía etílica en tres actos, un relato del escritor argentino Hernán Vanoli. El texto se publicó originalmente en Hablar de mí, una antología a cargo de Juan Terranova y publicada por la editorial Lengua de trapo.

HERNÁN VANOLI / Foto: Eterna Cadencia

Primer Acto – CORONA

Con mi familia estamos en Cancún, México. La fantasía norteamericana sobre el caribe ascéptico y medianamente festivo. Cancún nos gusta mucho. Disfrutamos la comida mexicana. Amamos viajar a lugares con sol y arenas blancas que acarician la planta de los pies. Nos gustan los peces de colores, el snorkel y los aviones. Todavía más nos gusta el all inclusive. Nunca lo podemos terminar de creer. Tenemos miedo de que se corte, que cierren la persiana y todo se desvanezca en el aire. Viajar al extranjero gracias a nuestra moneda sobrevaluada nos demuestra que la vida puede ser pura y simple. Sí. Quizás un poco brutal pero cristalina. Una simpleza de celofán, acrílico, acero inoxidable y canapés. Soñamos una vida hecha de esos materiales, saturada de miniaturas y de singularidades. Elástica. Hablo con mis padres durante la espera para recoger el equipaje en el aeropuerto. Comparamos aerolíneas. Aeroflot les hizo acordar a ENTEL, la vieja compañía telefónica estatal liquidada gracias a los mismos procesos sociales que nos tramitaron la ciudadanía del mundo. La comida de Alitalia no cumple con las expectativas. Span Air nos pareció cine catástrofe de bajo presupuesto. Una mini van Chevrolet viene a buscarnos al aeropuerto, un hombre de bigote ancho y sonrisa emparchada en oro nos da la bienvenida. Se llama John y usa camisa blanca con el logo de la agencia de turismo receptora. John habla español, italiano, francés. Sus padres le pusieron ese nombre en honor a Kennedy. Cuenta que Buenos Aires es una de sus ciudades favoritas. Una pareja de enamorados con pinta de personas que se lavan los dientes varias veces al día y además se pasan hilo dental hasta ver sangre, probablemente suizos, baja en un hotel absolutamente pintado de rojo. Olvidan en la camioneta la pequeña mochila amarilla con cierres blancos que mi hermano Franky piensa robarse. Error. Para qué empezar así, estamos en Cancún. Con una mirada le digo que retire los garfios. Mi hermano se acomoda el cuello de su chomba del Planet Hollywood de San Francisco y da vuelta la cabeza antes de soltar su botín sobre mis rodillas. Con indiferencia, con una sombra de rencor. Me deslizo a través del inestable pasillo de la camioneta hasta la cabina delantera y le entrego la mochila al guía. John explica en los tres idiomas que estamos entrando a una especie de paraíso artificial. Territorios rellenados ex profeso para construir este complejo hotelero y de entretenimiento hecho a imagen y semejanza de las mejores playas de la polinesia. Cuando le entrego la mochila, John sonríe y mientras me da las gracias en italiano entiendo que va a revisar los bolsillos que nosotros no revisamos. Vuelvo sobre mis pasos. Mi madre duerme, mi padre mira por la ventanilla. Se ve una ruta, arbustos, tierra arenosa. La camioneta se mueve y estoy a punto de caerme sobre una mujer de unos cincuenta años que revisa una agenda electrónica. Recibo una mirada de terror. Como si el hecho de rozarnos fuera a infectarla de Ebola o algún otro virus de la zona africo-sudamericana. Me siento torpe. Siento calor y mucha sed. Mido casi un metro con noventa centímetros, estoy cerca de los cien kilos. Mi gigantismo precoz representa la escala corporal de mi resentimiento. Tengo diecisiete años. Mi hermano Franky es un año menor. Su novia es una rubia con la que supongo hace algo más que frotarse y no me invitó a su fiesta de quince. Voy a un colegio de monjas bilingüe, irlandés. La cuota mensual de mi colegio supera al salario mínimo con el que las clases populares de mi insignificante y hermoso país se endeudan en dólares y renuevan sus electrodomésticos clamorosamente. El colegio está lleno de chicas y ninguna me presta atención. Tengo pocos amigos. En los viajes en colectivo de vuelta a casa leo una espantosa traducción de Así hablaba Zaratustra. No lo entiendo pero me gusta que la gente sepa que leo a Nietzsche. Hace unos meses, antes de mi cumpleaños, debuté sexualmente con una prostituta. La experiencia fue lamentable pero mejor que ser virgen a los diecisiete. Llegamos al hotel y el cansancio baña a mi familia con el peso de un telón de agua, espuma y sopor veraniego. Una catarata mental del mismísimo mar celeste y recalentado que vemos a través de los vidrios del lobby. El hotel que nos toca es medio pelo. Si fuese un equipo de fútbol sería de esos que empiezan el campeonato pensando más en no descender que en clasificar a las copas. Los europeos que compartieron el viaje con nosotros bajaron en los mejores, donde todo era un poco más metálico y brillante. En el front desk nos informan que nuestras habitaciones no van a estar listas hasta las dos de la tarde. Apenas pasaron siete minutos de las diez de la mañana. Mamá saca un voucher de su cartera de cuero blanco y empieza a abanicarse. Mi viejo ofrece a ella y a mi hermana ir a la confitería de la playa a tomar algo. Aunque no fuimos parte de la invitación, Franky y yo dudamos. No tenemos hambre y hay todo un mundo por recorrer. Estamos exhaustos, sedientos de aventuras. Casi felices. Estamos en Cancún.

Tercer día. Franky y yo vamos al gimnasio del hotel. El olor quirúrgico del ambiente nos produce cierta incomodidad. Nuestra piel está muy roja a pesar del Hawaiian Tropic de Aloe Vera que antes de dormir mamá nos pasa por las espaldas. Tenemos algo en claro: esta noche queremos salir. Solos. En realidad Franky no estaba tan seguro. Tuve que convencerlo. O al menos eso fue lo que me hizo creer. Desde que llegamos llamó tres veces a su novia. Franky tiene mi misma estatura, un pelo lacio que siempre le envidié y es el creativo de la familia. El artista. Dibuja muy bien. Le creció el vello púbico antes que a mí. Franky está obsesionado con desarrollar los hombros. Es el músculo más difícil, le gusta repetir. Le digo de empezar con los hombros para sumar puntos en la larga acumulación política que va a garantizar su compañía durante la salida nocturna. La actividad corporal nos une de una manera que ninguna otra cosa que hagamos juntos puede conseguir. Franky me sacó mi primer diente de una patada. Jugábamos a la lucha libre en la cama de mis padres. La venganza se cocinó a fuego lento durante unos cinco años. Y llegó de casualidad, como en general llegan las buenas venganzas. Estábamos jugando al Mortal Kombat 3 en el Sega Genesis que había en el living de mi casa. Pasábamos horas con ese juego, anotando las victorias de cada uno en un cuaderno cuadriculado con espiral. Franky estaba en una buena racha. Me llevaba cuatro, cinco victorias. A la sexta se puso a bailar enfrente mío y a acariciarme la barbilla. Se reía. Le pedí que parase. Pero Franky se puso saliva en los dedos. Un buen lenguetazo en sus dedos de uñas mordisqueadas. Bailaba como Mick Jagger, aleteando con sus brazos. Y me refregó sus dedos llenos de saliva por la cara. Por toda la cara. Por los labios. Franky usaba un jogging Adidas rojo con las tiras blancas y una remera azul que decía PENN UNIVERSITY en amarillo. Lo que vino después pasó en menos de un segundo. La televisión parpadeando la música marcial del juego. El mueble y los adornos y los portarretratos con fotos de la familia y estatuitas de cerámica reblandecidos de repente. Cera de vela reblandecida con el perfume de la saliva de Franky. Ahora Franky está incrustado en la ventana que da al patio. Respira por la boca. Su boca es un paralelogramo en fuga que me pide que lo abrace. Le obedezco. Me acerco a abrazarlo. Lo ayudo a levantarse y le pido perdón. Le pido que no le cuente nada a mi viejo. Que me ayude a juntar todos los vidrios antes de que vuelva mamá. En todo lo que dure la escena, Franky no va a permitirse llorar. No va a llorar ni siquiera cuando nos demos cuenta de que tiene un triángulo de vidrio de unos quince centímetros de alto incrustado en la parte baja de la espalda. Voy a sacárselo con todo el cuidado del mundo, o con todo el cuidado del que una persona como yo es capaz.

El pico de una botella de cerveza Corona descansa sobre mi labio inferior. Mis labios se adhieren a un pico transparente de unos tres centímetros de diámetro y abren paso al desembarco de una cerveza cristalina, no del todo fría. Una cerveza que antes que rubia parece platinada y aumenta mi placer en su marcha triunfal a través de mi esófago. El regusto es liviano y un poco ácido. Hasta el momento odiaba la cerveza. Me parecía una bebida amarga y durísima para emborracharse. Una petaca de vodka era equivalente a dos litros de cerveza. ¿Qué sentido podía tener? Pero el sabor suave y un poco ácido gracias al gajo de lima que bailotea en el interior de la botellita me cautiva. No sólo acepto probarla sino que me enamoro de ella. Me convierto a la religión de la cerveza. Empiezo a entender canciones, comentarios. Diálogos inconexos de pronto se iluminan en mi memoria y chocan como moscas contra las paredes de un frasco cerrado. Entiendo todo. Encuentro relaciones entre el sabor de la cerveza y la estructura agridulce de la conciencia masculina. Cerveza y masculinidad. Tengo diecisiete años y la furia de un mar de intuiciones metafísicas golpea mis costillas. Me siento un hombre. El ciclo de mi debut sexual se completa con la cerveza. 1995: me enamoro perdidamente de un líquido platinado con 4,6 % de gradación etílica y finas burbujas de gas. De alguna forma, la cerveza me hace aceptar que la derrota constituye a la experiencia humana. Hasta el momento tuve una vida de tiburón: ciego, carnívoro, atontado por las ondas de mi propio deseo. Si la adolescencia permite un segundo nacimiento, ese segundo nacimiento fue para mí una botella de Corona en un antro de Cancún donde pasaban música latina. Discontinuidad. Saltos. Las cosas no volverían a ser iguales. Y quiero dejar en claro que no bebí por las mujeres. No brindé por ellas. Ni pensé que la Corona iba a ser un salvoconducto para cabalgarlas. Ninguna de las dos mexicanas que estaban sentadas con Franky y me invitaron a compartir mesa me sugirió que la probase. Lo hice sólo. Con la naturalidad que a veces acompaña a las grandes decisiones. Media hora antes, yo había escapado de Franky porque no hablaba. Después de un rato me puse a buscarlo y no estaba por ninguna parte. Hasta que, desesperado, terminé encontrándolo con las mexicanas. Me acerqué. Ellas sonrieron como si hubieran estado esperándome y me señalaron un taburete de caña. Las saludé con un beso y pedí una Corona. Creo que Franky ni siquiera se dio cuenta. Sostenía un vaso lleno de líquido azul, decorado con una frutilla. Le sentía el olor y tomaba. Las mexicanas se deslizaban por el suave bucle que une a la belleza con el deterioro. Me preguntaron qué hacía. Qué tenía planeado estudiar al terminar el colegio. Les dije que tenía dieciocho, como si eso fuese importante. Inventé que estaba estudiando ingeniería ambiental. Me pareció que esa carrera iba a gustarles. De alguna manera, sentado ahí con mi hermano y esas dos mujeres que nos duplicaban en edad, me sentí feliz. Pensé que era la publicidad de Corona que me hubiese encantado ver: dos menores de edad, ebrios en un lugar oscuro, intentando meterle mano a dos mujeres maduras. Corona: a los gustos hay que dárselos en vida. Franky acariciaba la mano extendida de la cleopatra mexicana que pagaba su vicio. Las cosas se habían dado de una manera en que Any pagaba los tragos de Franky y Dolores conversaba conmigo pero no pagaba. Como siempre pasa con los hermanos mayores, mi parte era la más difícil. Dolores me trataba con confianza pero me ponía límites. En algún momento, Franky y Any se besaron. Pensé en la novia rubia de Franky. La destinataria de sus dólares convertidos en largas llamadas vía satélite a horarios improbables. El fin de la pareja feliz. Franky ya no iba a poder echarme en cara que todas eran más feas que su novia. De hecho, Any era mucho más fea, y además era vieja. Tenía una nariz que parecía moldeada con un escarbadientes, en otra vida. Una vida en la que Any era joven y también era una muñeca de plastilina. Más tarde y más sobrio pensé que esa sólo podía ser una nariz operada. Debía andar en los cuarenta y tantos. Quizás un poco menos, quizás un poco más. Los hombros de Any eran pecosos y brillantes, y sus labios apenas el efecto secundario de una sonrisa con algo brutal. Any y Dolores sólo tomaban Coca Cola. Diet Coke. Dolores me contó su historia sin dejarme avanzar. Yo pedía Coronas y Coronas. Me dijo que ella y Any eran primas, aunque no se parecían en nada. Dolores tenía piel aceitunada y unas largas pestañas que la hacían parecer triste. Hablaba rápido, fumaba con insistencia. Tenía una blusa anudada al ombligo con un escote discreto pero sólido. Dijo que su prima se había divorciado y se había mudado a Mérida, una ciudad que quedaba a pocos kilómetros de ahí. Ella, en cambio, había abandonado a su marido sin previo aviso y estaba refugiada desde hacía tres meses, sin trabajo fijo. Su marido era gerente en un canal de televisión por cable y la había engañado con una presentadora. Según Dolores la había engañado porque esa presentadora le había hecho un embrujo. Ella no había tenido ganas de recuperarlo. La relación con la otra, así le decía, fue larga y tortuosa. Su marido era sonámbulo y le confesaba sus infidelidades entre sueños. Me confesó que ella disfrutaba de oír esas confesiones y por las mañanas le preparaba el desayuno con la mejor cara. Le pregunté por qué no había pedido el divorcio y me dijo no lo sé, guey, supongo que por pereza. En ese momento hizo un silencio, se quedó quieta. Sus pestañas me parecieron monstruosas y atractivas al mismo tiempo. Apoyó su vaso sobre la mesa y me dijo sí, supongo que por pereza, no valía la pena. Podría haberle sacado mucha lana, ¿sabes? Para salir de ese terreno pantanoso quise saber de qué trabajaba Any ahí en Cancún, y no se esforzó mucho en disimular que era puta. Escort, así lo dijo. Todavía no me decido, pero quizás tu puedas convencerme. Se rió, puso una mano sobre la mía. Le avisé que me quedaban cinco dólares pero ella me gustaba mucho. Franky ya tenía a Any subida a sus rodillas. Ahora no se besaban. Sólo se miraban a los ojos. Pensé que nunca, nadie, que ninguno de mis pocos amigos iba a creerme lo que estaba pasando esa noche. Y que por eso nunca lo iba a contar, pasara lo que pasara. Le pregunté a Dolores si podía besarla. Quizás un poco más tarde, me dijo. Todavía estoy esperando a alguien aquí. Y después levantó la mano, llamó a la mesera y pidió una Corona para mí. Ese séptimo porrón me produjo efectos instantáneos y pedí disculpas para ir al baño. Franky, que ya no tenía encima a Any, dijo que me acompañaba. Apenas me levanté tuve que respirar por la nariz para demorar el vómito. Bordeamos la pista con mucho esfuerzo. Sólo pensaba en llegar al baño para reponerme y tomar más. Lindo caramelo te estás comiendo, le dije a mi hermano. Franky me miró desde el fondo de una cueva oscura llena de lianas y de pasillos que no llevaban a ninguna parte. De pronto me clavó las uñas y me dijo que por favor me apurase. Puso su brazo alrededor de mi cuello y me dijo que fuésemos al baño de una vez y que después saliésemos corriendo de ese lugar porque le había robado la billetera a la veterana. Quise convencerme de que era una broma. Nuestros viejos podían tolerarnos muchas cosas, pero el robo, y encima en un país extraño, era un límite. Franky empezó a reirse. Te juro que cuando salimos te compro un cajón de Coronas, me dijo. Entonces supe que era cierto. Lo agarré del cuello de su camisa hawaiana y le pegué una cachetada. Quería que fuese a devolverla. Pero lo que hice fue arrastrarlo al medio de la pista, hacerlo agachar. Agacharme yo también y avanzar en dirección a la puerta. Bajamos las escaleras a contramano de una fila larguísima de gente perfumada y ansiosa que parecía conocer el motivo de nuestra huída. No corrimos hasta que cruzamos la ruta y llegamos a la orilla del mar gracias a un sendero de arena pública que separaba a los dos hoteles que había frente a la discoteca. Cuando nuestros pies pisaron arena un poco más firme nos sacamos las zapatillas y empezamos a correr. Cada vez más rápido. La luna estaba cortada por la mitad y no había una sola nube. La risa neurótica de Franky escalaba por encima del bramido del mar. Nadie nos siguió, nadie nos dijo nada. Una vez en el lobby, a salvo, nos metimos en el bar donde un hombre de unos sesenta años y pelo obstinadamente negro tocaba rancheras en un piano cubierto por una funda de terciopelo rojo con guardas aztecas. Nos miramos y recién ahí pude respirar como corresponde. Franky tenía los dientes pastosos. Nos sentamos y me contó que la vieja trató de convencerlo de ir juntos a su hotel. Como Franky estaba con dudas le dijo que su marido podía darle quinientos dólares sólo por mirar. Dolores trabajaba de recepcionista en el hotel donde ella se hospedaba, y se habían hecho amigas porque las dos eran de Sinaloa. Parece que Dolores estaba esperando a su amante norteamericano, otro huésped del hotel. La billetera tenía trescientos dólares más siete billetes de diez y dos de cinco. Y algo de plata mexicana. Muy poca. Preferí no contarle a Franky el detalle de que Dolores me había dicho que eran putas. Él siguió revolviendo y encontró un espejito con aumento, papeles con direcciones y teléfonos, el número de una caja postal de New Jersey anotado en un envoltorio de chicle. También había una tarjeta de crédito American Express dorada y el carnet de un videoclub del DF. Las dos tenían el mismo nombre. La mujer a la que Franky le había robado la billetera del bolso se llamaba Francisca Regueiro. Con su plata, pagamos la enchilada suiza, los tacos pastor y las tres Coronas que tomamos antes de subir a nuestro cuarto. También compramos muchos regalos inútiles a lo largo y a lo ancho de Cancún. Mi viejo estaba orgulloso de cómo habíamos ahorrado. Todavía conservo una remera de Corona que, a veces, me pongo para dormir.

Segundo Acto – QUILMES

Hay cosas que debo contar. Pequeños residuos que quedaron adheridos a mi historia personal en el tránsito que hay desde mi repentino amor transformado en adicción a la cerveza Corona hasta su reemplazo por la Quilmes. El cambio no fue abrupto. No hubo promesas ni botellas rotas. Tampoco hubo juramentos. Poco a poco, la Corona empezó a alejarse de las góndolas de supermercado. Al principio tardaba en ser repuesta. Después, aparecía en un ataque blitzkrieg. Dos o tres cajas, en períodos azarosos. El cierre del ciclo fue una confesión del coreano que regentea el supermercado más cercano a la casa donde vivía con mis padres. Muy cara, nadie compra, no traigo más. En ese momento me sentí solo. El resto de los productos envasados en cajas de distintos colores me envolvieron con una armonía estridente. No podía dejar de pensar en la falta de Corona, en la posibilidad de no volver a probar una Corona en mi vida. No es que precisamente yo fuera millonario. Pero la necesitaba. La Corona era la princesa de mis paraísos mentales. Mi combustible emocional. Sabía que si tomaba Corona antes de salir, esa iba a ser una buena noche. En múltiples sentidos. Mis amigos me cargaban por sólo tomar de esa cerveza que para ellos era de mujer, aunque me sacaban un sorbo cada vez que podían. El secreto consistía en tomarme un pack de 6. Todos los viernes. Todos los sábados. A veces, los viernes y sábados. Llegué a no salir algunas veces que no conseguía Corona. La Corona minaba mi capacidad de ahorro, pero no me importaba. Era un verdadero adicto. Durante un tiempo, viajé a una vinería del barrio del Abasto para comprarla. Eso fue hasta la devaluación. Antes, en realidad. Hasta fines de 2000. Cuando me quedé sin trabajo. Promediaba la carrera de sociología y mi única fuente de ingresos era el sueldo que me pagaba mi madre. La ayudaba todas las mañanas con las fotocopias en la librería que ella había abierto a pocas cuadras de mi casa, en lo que en realidad era el garage de la casa que mi abuela alquilaba. El sueldo no era fijo. Dependía de las ganancias del negocio y del humor de mi madre. Al final empezó a pagarme en especies. Una lapicera por ejemplo. Hasta que dije basta y fue una lástima. Sacar fotocopias me daba paz interior. Calcular los márgenes de ampliación o reducción, planear los anversos y reversos, copiar libros enteros y después anillarlos y ponerles tapas de plástico. Si el libro que traía algún cliente me parecía interesante, mentía que iba a estar listo para el día siguiente y después hacía una copia para mí. El láser verde de la máquina rebotaba una y otra vez sobre mis ojos. Muchas veces, antes de que yo llegase a cerrarlos. Llegue a tener el sueño de transformarme en una especie de superhéroe o mutante con poderes ocultos y con la posibilidad de demandar a Xerox por arruinarme la salud. Poder vivir al fin sin trabajar, que es el sueño de todo estudiante universitario de humanidades. Pero eso nunca sucedió. Mi vida eran las fotocopias y el estudio. Después sólo el estudio. Y por las noches, casi siempre, juntarme con mis amigos del barrio en el kiosco de la esquina hasta la una o dos de la mañana. Así también empecé a alejarme de la Corona y a acercarme a la Quilmes.

Para 2002 Quilmes ya era la cerveza de la resistencia. Yo tomaba Quilmes la noche del 19 de diciembre de 2001. La gran noche. Con mis amigos del barrio nos juntamos en el kiosco de siempre tras haber mirado un programa de discusión política y decidimos ir para la Plaza de Mayo a ser sujetos de la historia. No llegamos. La Paternal queda a unos 10 kilómetros de la Plaza y muchos se fueron quedando en el camino. Abandoné en Juan B. Justo y Avenida San Martín. Me quedé sentado frente a una pila de basura en llamas. Tomando Quilmes. El tránsito estaba cortado y dos chicas muy hermosas bailaban murga en el medio de la avenida. Me emborraché con Quilmes esa noche, como tantas otras, porque sabía que al día siguiente no iba a tener que ir a rendir el final que adeudaba en la facultad. De todas formas, al otro día fuimos a la Plaza. Fuimos a muchas marchas y manifestaciones en los días que siguieron. Le tiramos piedras a la policía montada y nos refregamos los ojos irritados por el gas lacrimógeno. A todas esas protestas fui con mis amigos o con personas conocidas de barrio. En ese período, la facultad fue un monumento a la inoperancia. No articuló absolutamente nada porque eran vacaciones. Fueron los días que la clase media urbana de los barrios más acomodados de Buenos Aires y del Conourbano Bonearense vivió en peligro. Un presidente huyó en helicóptero desde los techos de la Casa de Gobierno. Todavía recuerdo el brazo levantado de Marce. Marce es un amigo de la infancia. Uno de mis pocos amigos. Estudió Trabajo Social. Recuerdo su brazo levantado mientras gritaba que se vayan todos en una asamblea barrial en el Parque Lezama. Lo había acompañado porque según él en esa asamblea pasaban cosas increíbles. Su brazo furioso tenía el tatuaje de una chapita de cerveza Quilmes estallando en el corazón del muñeco de la tapa de uno de los primeros discos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Eso no era casualidad. El mejor relato de lo nacional, desde que tengo memoria, nació de las publicidades de la cerveza Quilmes. No de los Redondos, de Quilmes. El mito argentino según Quilmes se desdoblaba en dos. Por un lado, un pasado lleno de bríos que se truncó de alguna manera en la que no valía la pena ahondar porque lo importante era la posibilidad de recuperación. Maradona cayéndose en el glorioso gol a los belgas en México 86, Argentina el granero del mundo. Por otra parte, un presente donde la modernidad a las patadas era recuperada en tono festivo por la épica clasemediera, basada en el mito de la síntesis entre alegría latina y cultura europea. La gran mayoría de los países latinoamericanos creen que su cerveza nacional es la mejor del mundo. Quilmes nunca dijo ser la mejor cerveza porque eso se daba por sobreentendido. Era una cuestión enunciativa. Durante gran parte de mi vida Quilmes fue una metonimia de la Argentina. Hasta hoy, extrapola los valores del paraíso urbano de una clase media deseosa de ascenso social cada vez menor en términos numéricos -los amigos, las pizzerías, el calor humano, la amistad, los berretines, el sabor del encuentro- como emblema de lo nacional. Y desde esta plataforma, una proyección hacia el resto del mundo con el fútbol como caballito de batalla. Hacia adentro, la comunidad porteña como universal irrenunciable. Hacia fuera, la épica de ser los más habilidosos –Maradona-, los más dotados, pero también los que ponen más huevos. La garra, la furia. Porque en el fondo todo el mundo sabe muy bien que los mejores son otros. Los mejores usan una camiseta amarilla de cuello verde y hablan en portugués. Sin mito, no hay marketing que aguante. Quilmes nunca habló como un sponsor oficial de la pasión. Siempre habló como la pasión misma. Por eso sus publicidades más de una vez humedecieron mis ojos frente al televisor. Por eso la odio recién ahora. Por eso pienso tanto en ella en mis ratos libres, y miro una y otra vez todas sus publicidades por YouTube. Te odio, Quilmes. Hasta que llega la noche y te siento resbalar por mi garganta.

Para esa época mi hermano Franky abandonó la carrera de arquitectura y decidió irse a Londres con su novia rubia. Los dos sentados en un avión de British Airways, clase turista, un poco asustados y románticos. Rodeados de otros argentinos quizás mayores que ellos que dejaban atrás familia, problemas legales, desempleo y unas cuantas cosas más. La novia de Franky era la misma que tenía desde el colegio secundario. La que no me invitó a su fiesta de quince. Irlo a visitar era muy difícil porque la devaluación de la moneda hacía que el pasaje a las tierras donde se inventó el fútbol escapara al presupuesto de mi familia. Ni que hablar del mío. La librería cerró en 2003. Mamá vendió su auto y empezó a dedicarse a la pintura al óleo. Franky mandaba un mail colectivo por semana donde contaba sus aventuras en una lavandería de Birmingham, la ciudad donde habían ido a parar porque su novia tenía un cuñado que le había conseguido una suplencia en una empresa de diseño gráfico. Según Franky había buenas perspectivas de que lo incorporasen y el sueldo no estaba mal. Lo extrañaba. Tras ocho meses sin trabajo, empecé como encuestador. Casa por casa, timbre por timbre, para el Ministerio de Salud. Era una encuesta sobre vacunas e higiene hogareña. Empezaba a las nueve de la mañana. A las doce, después de pasar por la supervisora de turno, me encontraba con mis compañeros a tomar una Quilmes en la calle antes de seguir con las tres horas de caminata que nos quedaban. Mis compañeros también eran estudiantes de ciencias sociales. Muchos vivían en el conourbano bonaerense y viajaban casi una hora y media para venir a hacer encuestas en la capital. Algunos inventaban la mayoría de las encuestas. En la tele daban una publicidad que me hacía pensar en Franky. Un pibe que se iba de vacaciones a República Checa, y le llevaba a un amigo la cerveza Quilmes. A Franky no le gustaba especialmente la cerveza, pero el actor era parecido. De todos modos la publicidad duró poco. Y la Quilmes me parecía cada vez más fea. Aguada. La versión cerveza de los jugos en polvo con sabor a fruta. Todos estábamos de acuerdo en ese punto. En las pausas del trabajo, empezamos a tomar Brahma. Era más suave pero más auténtica y salía lo mismo. Un día me puse a  investigar en internet. Lo que pasaba con la Quilmes no era casualidad. La habían comprado los de camiseta amarilla y cuello verde. Los mejores del mundo. En realidad la compró AmBev, la filial brasileña de ImBev. AmBev es Brahma, Imbev es Stella Artois, entre muchísimas otras. En 2004, un grupo belga-brasileño pagó 1200 millones de dólares y se quedó con el 91% del paquete accionario, del cual ya había comprado el 35% en 2002. En la época del ex presidente no votado, Duhalde. El que vino después de la huida en helicóptero. Tiempos extraños. El pacificador Duhalde fue responsable del fusilamiento de un par de piqueteros en la estación Constitución, los diarios escondían esos fusilamientos y yo pasaba el día haciendo encuestas. Justo en esa época empezó la debacle de la marca. O un poco después, cuando empezaron a negociar la compra total. Los belga-brasileños sabían que a partir de que se hiciera pública la compra de casi todo el paquete les iba a hacer muy difícil comunicar nacionalidad. Bastante difícil. Tal vez no sea importante, pero con el tiempo entendí que los tipos de marketing piensan de esa manera. La estrategia que tomaron entonces fue mediocre. Por un lado, boicotearon a Quilmes. Cada vez menos aparición en los medios, baja en la calidad del producto. A esto lo hicieron porque Quilmes, en un caso bastante común entre las “cervezas nacionales” de los países latinoamericanos. Quilmes hegemonizaba un espectro de representaciones que iba desde el discurso popular, en la Argentina encarnado por el aguante local, futbolero y rocanrolero, ligado al imaginario de igualdad parido por el peronismo, y el deseo mundializador y modernizante de las clases más favorecidas. Esa duplicidad llevaba a Quilmes a un dominio bastante importante del mercado. Como no iban a poder comunicar más nacionalidad, la quebraron. Lanzaron en el país a la marca Stella Artois para los más adinerados, peleándole centímetros cúbicos a Heineken. Y Quilmes quedó ahí, residual, compitiendo contra Schneider y contra Brahma, circunscripta al consumo popular y de las clases medias pauperizadas. Al tipo de consumo que mis compañeros y yo teníamos en las esquinas, hasta que logré insertarme en el sistema académico y creí que podría abandonarlos, a ellos y a mi querida cerveza Quilmes.

Tercer Acto – PATAGONIA

El aeropuerto internacional Ministro Pistarini, ubicado en la bonaerense localidad de Ezeiza, muestra un paisaje radicalmente distinto del que podía percibirse hace alrededor de diez años. En el breve lapso que llevaron las obras, la remodelación de su fachada fue casi total. Los carteles electrónicos no sólo funcionan, sino que también indican con relativa exactitud el horario de arribo de los vuelos. Mi hermano Franky volvió de su aventura europea un soleado martes de marzo de 2008 a las 13.15 de la tarde, en un vuelo de Iberia proveniente de Madrid y con destino final en Santiago de Chile. Fuimos a buscarlo con Carolina, mi novia. Su madre nos había prestado el Peugeot 504 bordó que tenía desde 1993. Franky había roto con su pareja de más de ocho años apenas cinco meses atrás. Los motivos me eran desconocidos. Sus mails hablaban de desgaste, necesidad de un tiempo. De soledad y otros eufemismos para hablar de lo que el tiempo  hace con el amor. Franky había dejado Londres para darse el gusto de recorrer Europa con una mochila de camping y unos cuantos euros en el bolsillo. Había estado en la zona roja de Ámsterdam, había bailado como loco y gateado ebrio y muerto de frío por el Tiergarten berlinés, se había sacado una foto con una estatua a Kafka y purificado su alma en los baños termales de la hermosa Budapest. Tenía tantas ganas de hablar con él que desde hacía una semana soñaba sueños intermitentes vinculados a nuestro reencuentro. En alguno de esos sueños Franky bajaba del avión con una camiseta de Argentinos Juniors y festejaba un gol arrodillado sobre el pavimento de la pista de aterrizaje. En otro intentaba sobornar a los funcionarios de aduana que descubrían el cargamento de éxtasis que Franky había traído para vender y mantenerse mientras retomaba sus estudios de arquitectura. Casi siempre la policía terminaba llevándose a un Franky que ni siquiera se había dado cuenta de mi presencia. Para esa época, justo antes de que Franky volviese, me enteré de que estaba otra vez sin trabajo. Una mañana de enero revisaba mi casilla de mails cuando sonó el timbre. Era el cartero. Aunque eran las dos de la tarde lo atendí en pijama, zoquetes de algodón y ojotas de goma. En la carta que me entregó después de hacerme firmar una planilla decía que mi beca no había sido renovada. El desempleo estructural de mi país volvía a arrastrarme bajo sus alas como una madre díscola sobreprotege a un hijo pródigo del que ni siquiera recordaba la existencia. Lo primero que pensé fue que era un error. Entré a la página del organismo gubernamental que me subsidiaba y confirmé la hecatombe. Acto seguido, mandé un mail pidiendo alguna zona a mi antiguo jefe en las encuestas. Después rompí la carta en ocho pedazos y la tiré a la basura. Para que mi novia no la viese tapé los pedazos con una bandeja de plástico con restos de puré de papas de la noche anterior. Comí dos fetas de jamón cocido. Desconecté el teléfono y fui a mi habitación. Me desperté a las cinco de la tarde del día siguiente.

Apenas lo reconocí entre la horda de pasajeros que salía por la puerta de arribos del aeropuerto, las fotos que Franky me había mandado por internet empezaron a pasar por mi memoria a gran velocidad. Mi mente parecía una de esas presentaciones de Power Point sobre el fin de la capa de ozono y el recalentamiento global que mi madre reenvía por cadenas de mail. Me dí cuenta de que en todas esas fotos Franky escondía su pelada bajo gorras de verano o de invierno, bajo capuchas, boinas, o incluso el gracioso sombrero de cowboy que usó cuando fue a pasar un fin de semana a Liverpool con su ex. Sentí una ternura instantánea al ver esa superficie curva y vulnerable, apenas cubierta por algunos pelos largos que nacían a los costados de la frente. Y entendí que no podía decir nada sobre el asunto hasta que él se decidiera a hablar. Al tenerlo más cerca, vi que Franky se había sacado el aro de la ceja. Los dos nos habíamos hecho el mismo piercing antes de que viajara y me sentí ridículo por conservarlo. Desproporcionado. Cuando nos besamos y abrazamos me tiró del pelo y en un acto reflejo me hice cargo del bolso que él traía colgado del hombro. Le presenté a Carolina y mientras caminábamos para el estacionamiento le expliqué que papá y mamá creían que llegaba más tarde. Que les había dicho que a las siete para que él pudiera venir al departamento que habíamos alquilado hacía medio año con mi novia, ducharse y descansar un poco antes de la cena familiar. Teníamos planeado agasajarlo con un almuerzo especial y cerveza Patagonia. Carolina era fanática de esa cerveza y me había transmitido el virus. Franky no pareció entender bien lo que le decía pero estuvo de acuerdo. En el auto, Caro manejaba y yo iba adelante con ella. Franky casi no habló y miraba por las ventanas con la boca entreabierta. Afuera, la niebla se movía entre los árboles y se enroscaba en los pasillos de los monoblocks que rodean la autopista.

Comimos carne con papas. Una colita de cuadril que habíamos dejado cocinada y estuvo más dura de lo que esperábamos. Franky nos regaló una bolsa de mini-toblerones que había comprado en el free shop de Ezeiza. Para no hablarle de su ex, con Carolina le preguntábamos sobre los países y los lugares a recomendar. Él nos daba respuestas cortas, como si nada lo hubiera sorprendido mucho y escuchar sobre los problemas que la hermana de mi novia tenía con su marido fuese mucho más interesante. No quiso contar demasiado de su recorrida. En un momento, pidió permiso para ver la tele y nos quedamos los tres callados mientras en el noticiero de canal 11 mostraban los avances del biodiesel. Después Franky hizo como si la televisión no existiera y me preguntó por mi beca, por mi investigación. Le dije que todo bien y cambié de tema. Hablé de la inseguridad y de que hacía una semana unos pibes en bicicleta le habían robado el celular a mamá mientras ella hablaba con el tío Eduardo. Franky empezó a contarme de las cosas que hacían los ladrones allá en Birmingham. Parece que estaba de moda robar autos y pedir rescates bajos. La gente pagaba para no hacer los trámites del seguro. Si no les pagabas en quince minutos, el auto aparecía en un basurero, volcado y a veces incluso incendiado. Franky comió el flan casero con dulce de leche que había preparado Caro con las mismas ganas que hubiera puesto si le servíamos alimento balanceado para gallinas. Recién cuando ella se despidió de nosotros para irse a la facultad Franky le dijo que el departamento estaba bueno, que tenía bastante luz salvo en nuestra habitación. De ser una persona que siempre se había preocupado mucho por caerle bien a la gente, Franky se había transformado en un zombie de mal aliento, entre ido y descortés. Fuimos a sentarnos al living con la cuarta botella de Patagonia, la cerveza supuestamente premium que habíamos empezado a tomar con mi novia desde la euforia  post-mudanza. Envasada en botellas de 650 centímetros cúbicos, la Patagonia cotiza un 50% más que el litro de la mejor de las cervezas comunes. Pero, así y todo, es más barata que las cervezas verdaderamente premium o las artesanales. Estábamos enamorados de su cuerpo levemente cremoso, su color rojizo y su espuma opaca y persistente. De la mitología de que se producía en el sur de nuestro país con granos seleccionados, a pesar de que algún amigo envidioso había soltado la hipótesis de que “a esto lo hace Quilmes”. Nunca quisimos averiguarlo. La Patagonia era a nuestro ser social lo mismo que la soja a los pequeños terratenientes y arrendatarios que hacía pocos meses le habían torcido el brazo al gobierno. Había un detalle que me parecía genial: cada una de las botellas que comprábamos en el supermercado chino traía atado a su cuello un pequeño librito que hablaba de la nobleza de sus ingredientes. Un libro en miniatura, un homenaje a eso en lo que nosotros tanto creíamos. A la cultura escrita, a la salvación de nuestras almas a través de la lectura y del arte. Franky levantó la botella como si la viera por primera vez. Preguntó: ¿Qué es esta mierda? Cuando pruebes una red ale de verdad esto va a parecerte aguarrás. Pensé en decirle bien que te la tomaste o algo por el estilo, pero me callé la boca. Fui a correr las cortinas que habíamos comprado por internet con Carolina. Haberlas conseguido tan baratas me producía un orgullo secreto. Entonces Franky me dijo que me había traído una sorpresa. Dijo que había conseguido un Sega Génesis allá en Bruselas y que también había conseguido el Mortal Kombat 3. Que teníamos que hacer la revancha. Lo miré a los ojos y se puso a hacer el gesto de jugar con un joystick entre las manos. Me quedé quieto. De espaldas a la ventana desde donde podían verse edificios impregnados de hollín, terrazas llenas de fierros inservibles y antenas parabólicas, superpuestas por delante de  un fragmento casi irreconocible de la cúpula del Congreso. Estaba terriblemente cansado. Es una joda, me dijo Franky. Just a joke. Ahora me voy a dar una vuelta. Necesito amigarme con la ciudad. No traté de convencerlo de que se quedase y dejó su equipaje en casa. Cuando salió me tomé el fondo caliente de Patagonia que quedaba.

Franky no volvió en toda la tarde. Pensamos que podía ir directo a lo de mis viejos pero eso no pasó. Mamá lo esperaba con milanesas a la napolitana con puré y tuvimos que comerlas recalentadas en el microondas. A las diez y media –la cita era a las nueve- llamó diciendo que había tenido un contratiempo y que el domingo al mediodía nos invitaba a almorzar a todos en una parrilla libre. Habló con mi vieja. La comunicación se cortó de repente porque hablaba desde un teléfono público. Carolina habló de más. Dijo que lo vió mal y tuvimos una discusión corta que no pasó a mayores. Terminamos dándonos la mano sobre la mesa, como si cada uno quisiera sacarle el frío al otro. Fue el mejor momento de la noche. Mi hermana había aprobado otro examen para recibirse de médica así que el clima general, salvo por lo de Franky, era de alegría. Mi viejo contó que al hijo de uno de sus socios el Rottweiler de un vecino le había destrozado la mano y que el viernes iban a operarlo. Ahora en la tele daban un programa donde un periodista le preguntaba a la gente pobre qué pensaba de vivir en una zona con riesgo ambiental. Después de comer papá se fue a mirar televisión al living y jugamos al Scrabble con mi hermana y con mamá. Con Carolina volvimos a nuestro departamento a la una y media de la mañana. Franky estaba sentado en el palier, fumando aunque encima de su cabeza había un cartel de prohibido fumar. Me abrazó fuerte y me dijo que había conseguido Fernet. Lo tenía guardado en el bolsillo de su campera escocesa. Era una botella chica. Le pregunté si pensaba quedarse a dormir en el living de casa y me dijo que sí, que mañana igual viajaba para Rosario. Carolina me miró en el espejo del ascensor. Cuando entramos al departamento dijo que se iba a dormir porque mañana madrugaba y Franky me presionó para que abriera una Coca Cola Light fría que teníamos junto a la heladera. Quería brindar. Le dije que el Fernet con gaseosa dietética no me gustaba. Le dije que me podría haber comprado una Patagonia o una botella de aguarrás. Franky hizo como que no me escuchaba. Me invitó a sentarme enfrente suyo, en los mismos lugares que habíamos ocupado al mediodía. Se sirvió su Fernet y dijo que la Quilmes era mucho mejor que esa porquería mal hecha que yo tomaba ahora. Le dije que a mí me gustaba más la Patagonia. Entonces me preguntó si me acordaba de Nachito. Me acordaba y se lo dije. Nachito había sido el mejor amigo de Franky durante todo el jardín de infantes y la primaria. Después se habían distanciado y habían vuelto a reencontrarse en el CBC de Arquitectura, de casualidad. Nachito trabajaba con el marido de la madre, que tenía una distribuidora de vinos. Se decía que les compraban a piratas del asfalto. Tengo un negocio para ofrecerte, me dijo Franky. Estiró las piernas y olió el Fernet. Mañana hablamos Franky, le dije. Mañana hablamos. Al otro día, a las cuatro de la tarde, estaba viajando con él para Rosario en un micro de la empresa TAC. Franky durmió como un bebé durante casi todo el viaje.

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*Hernán Vanoli nació en Buenos Aires en 1980. Estudió sociología. Publicó los libros PinamarVaradero y Habana maravillosa, y Las mellizas del bardo. Es fundador de la editorial Tamarisco.

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