Compartimos como adelanto del primer número de La Balandra un cuento del escritor argentino Carlos Costa, que forma parte de la sección Nuevos Narradores.

Introducción:

Si algo le otorga vitalidad a la narrativa es la aparición de nuevas voces, nuevas miradas sobre el mundo. Cada una de ellas nos regala un particular modo de concebir la historia, la niñez y la adultez, el amor, el dolor, la exaltación, el sufrimiento. A través de la diversidad de esos filtros amplificamos nuestra percepción de lo que nos rodea y nos habita. Por tanto, despreciar la oportunidad de esa óptica distinta, sería elegir el empobrecimiento de la propia contemplación, herramienta básica para cualquier escritor, aun para los que llevan tiempo ejerciendo el oficio. Dar lugar a esa renovación, prestar atención a esos cuentos o novelas que surgen, como resultado de años de trabajo y búsqueda en solitario por parte de sus autores, es entonces no sólo una tarea saludable sino una necesidad que pide ser atendida.

Como sabemos, la difusión de autores nuevos es una compleja faena que se reparten en mayor o menor medida las editoriales, los suplementos o revistas especializadas, los críticos, los coordinadores de taller, los docentes, los escritores y, por supuesto, los medios. No nos ocuparemos en este espacio de analizar el desempeño de estos agentes de difusión, de si podría o debería ponerse más énfasis en el desempeño de esta responsabilidad. El lugar de esa discusión, que nos excede, será trocado por la publicación, número a número de La balandra, de los textos (cuentos o fragmentos de novela éditos o inéditos) de autores jóvenes. “Jóvenes” no por pertenecer a una franja etaria determinada, sino en el sentido más amplio y justo –a nuestro entender– cuando de trayectoria narrativa se trata: autores que transitan la etapa tan difícil como necesaria de dar a conocer sus textos a un público no supeditado al grado de parentesco o amistad.
Algunos cuentos o fragmentos de novelas de los autores que aquí se irán publicando ya son éditos, otros encontrarán en esta sección la primera oportunidad de zambullirse en el mar de la literatura publicada. La alegría que nos proporciona poder compartir con lectores y colegas estos cuentos que nos han conmovido, poder oficiar de ventana hacia el mundo de los autores que desde todos los rincones de Latinoamérica comienzan a insertarse en el corpus de la narrativa actual es suficiente mérito para habilitar un espacio de disfrute que, de un modo creciente en la medida de nuestras posibilidades, albergará a otras y variadas miradas sobre el mundo.
Coche motor a Villazón

Por Carlos Costa*
Apoyada sobre el acolchado, la mochila no es más que un trasto viejo. Cuando la sacudo, algunos objetos caen sobre la cama y otros ruedan por el piso. Un anorak, corroído por el desuso, se queda atorado. Lo quito. Continúo revisando. Meto el brazo hasta el fondo y busco en el bolsillo disimulado; por fin lo encuentro. Un simple cuaderno de tapas azules, mi diario de viaje. Lo restante ya no me preocupa. Seguramente no estará todo lo que dejé aquella noche intempestiva. Nora habrá tirado las cosas que consideró innecesarias. El diario sobre la cama es lo único que tiene sentido. ¿Lo demás? Lo habrá guardado para encubrirlo. No ha podido quedarse sólo con el cuaderno, como tampoco tendrá una foto mía sobre la mesa de luz.
Me cuesta leer esa letra. Era otra la mano que escribió. Trato de recordarme allá en el tiempo. La piel se me eriza. El envoltorio con el sello de correos permanece a un costado. Tiene remitente de la Capital. Vive tan cerca, es increíble. La mochila no está acompañada por ninguna nota. El remitente es toda la explicación: Nora Murillo- Avellaneda 406.
Me siento sin darme cuenta y vuelvo a esa caligrafía despareja, apresurada.
17/7/71

“Le dije a Murillo que no me sentía bien y con eso eludí la sobremesa. Nora se quedó con él tomando café. Siempre tienen algo que decirse. Estoy agotado por la altura y la falta de sueño. Después de doce días varados aquí, gracias a esa justificación, puedo dedicar un tiempo a escribir. ¿Qué decir?

Conozco el resto. Pude olvidar o dejar el diario hace treinta y cinco años, pero no borrarlo de mi mente. Fueron doce días interminables que veníamos viviendo a costa de la generosidad de Murillo, ese primo lejano de Nora. Cuando llegamos a La Quiaca, y aun sabiendo que no contábamos con dinero como para continuar subiendo, ella insistió en seguir, no quería volver a Buenos Aires sin ver a ese primo. Jamás pude explicarme qué los unía ni ella se preocupó por lo que yo pudiera sentir.
Nora disfrutó el viaje de un día y una noche en un destartalado tren que reptaba trabajoso por el altiplano. Recuerdo el viento frío entrando por las ventanillas imposibles de cerrar, lo cual sin duda era mejor, porque se llevaba el olor rancio del pasaje. Gente acomodándose entre las mercaderías de contrabando. En cada parada, cholas que suben a vender comida con ollas cubiertas de una costra ennegrecida. Funcionarios aduaneros rapiñando su parte de la carga. La coca masticada y escupida sin discreción. Finalmente La Paz, centro y destino para ellos y para nosotros.
Murillo no parecía boliviano: él, como Nora, era descendiente de alemanes. Al contrario de lo que me pasaba a mí, no sentían asco ni molestias por la mugre y las costumbres locales. Podían ver como natural a una chola orinando en la vereda o reírse de un pobre hombre que cargaba un ropero sujetado con cuerdas a sus espaldas. Tampoco tenían ninguna clase de piedad por la miseria ajena, como la que podía sentir yo.
Nos dejó como los días anteriores en la puerta del Ministerio de Agricultura, donde trabaja. Caminamos hasta el Banco Nacional. Preguntamos por el giro. La respuesta otra vez fue negativa. Nos dirigimos a la Universidad. Siempre terminamos allí. Es el único ámbito parecido al que estamos acostumbrados. Nos quedamos viendo la asamblea de la tarde. Hubo muchos discursos alzados, se aprobó la resistencia armada a cualquier revuelta militar. El rumor de un golpe está tomando estado público.

18/7/71
Hoy en la universidad hubo más discursos. Aparecieron algunas armas y se entraron a formar grupos de autodefensa, demostrando que en estas geografías la retórica viene acompañada de la inmediatez de los hechos.
Nuestro retorno fue tema de discusión durante la cena. Murillo está preocupado por lo que pueda pasar. Ofreció adelantarnos el dinero de los pasajes. Aceptamos sólo a condición de que nos recibiera un poder para cobrar el giro que, seguramente, ya nos estaría llegando. Terminó con un papel manuscrito entre sus manos, ¿tendrá algún valor? En todo caso fue un buen gesto de nuestra parte. Cometimos un error, aunque Nora no lo quiera reconocer, pero es así. No debimos subir sin dinero desde La Quiaca. Aquí todo tenemos que pagarlo, el autostop no existe. En Villazón, una habitación de barro y paja, con un balde por servicio sanitario, nos costó una buena cantidad.
Recuerdo que la mujer que nos alquiló el lugar dijo algo que debería habernos prevenido.
“Ustedes vienen con una misión”. Impresionada quizás por mis botas de rezago (absolutamente inútiles en estas latitudes) y nuestras mochilas de acampantes, nos confundió con agentes de la guerrilla. O, tal vez, expresaba así sus propias expectativas políticas. Lo cierto es que nos resultó imposible convencerla de que estaba equivocada.
Ahora está claro que también nos podrían confundir los militares si, como supongo, tomaran el poder.
Estoy mirando la mochila sobre la cama. Es más pequeña, más poca cosa, de como yo la recordaba. A Nora la sigo imaginando como entonces. El cabello ensortijado, que siempre se está corriendo de la cara. Los ojos verdes buscando algo y que a veces se posan en los míos. Y no pienso, no quiero pensarla de otra manera.
20/07/71
En nuestro último día nos levantamos temprano. Salimos con el sol. Por las calles ya se veían movimientos de tropas. Cruzamos también camiones que cargaban mineros, algunos portaban viejos máuser, otros mostraban en alto sus puños con cartuchos de dinamita. Las radios trasmiten en cadena.
Cuando estábamos llegando a la central de trenes nos demoró un retén. Murillo exhibió su credencial de burócrata y nos dejaron pasar. Eran del regimiento de colorados, leales al presidente. La central obrera está llamando a una huelga general. Los pasajeros esperamos en el andén. Tenemos pasajes de primera para volver. Murillo ha querido compensarnos de nuestro padecimiento o quizás, dada la urgencia, no reparó en gastos. El público que nos acompaña es bien diferente al del primer viaje. En su mayoría tiene aspecto europeo y los únicos equipajes que portan son las maletas. Un hombre de sobretodo tipo piel de camello cruza, antes de subir, algunas palabras con Murillo. “Desde el martes están cancelados los vuelos, sólo nos queda esto”. “Ya sé. A estos parientes argentinos tuve que conseguirles el pasaje a través de la Secretaría de la Presidencia”. “Se va a luchar aquí en La Paz. Lechín está trayendo a los mineros, ¿no va a sacar a su familia?”. “No estamos en política, ya pasamos otras veces por esto. En Miraflores siempre quedamos al margen”. “Sí, pero a nosotros, los extranjeros, nos puede pasar cualquier cosa. Espero que dejen salir el coche motor”.
Nora sigue hablando con Murillo en un rincón, yo me quedé con las mochilas; algunos pasajeros me miran raro, seguramente porque me ven escribiendo.
Con apenas una hora de atraso el tren se puso en marcha. Es un moderno coche motor diesel de tres vagones, con asientos acolchados. Nora se pegó a Daniel Murillo con un abrazo interminable en el último minuto. Después subió llorando. Ninguno de los tres creímos en la promesa que nos hicimos: “La próxima en Buenos Aires”. La calefacción es insoportable. Las ventanillas son fijas tipo vidrieras. El coche motor del regreso peca por exageración en el sentido contrario al tren que nos trajo. No sólo nosotros, también la gente alrededor nuestro se va despojando de los abrigos. En el asiento de atrás viaja un matrimonio mayor que habla alemán. Deben ser músicos, porque el hombre lleva consigo un chelo, que le dejaron subir. Lo tiene entre las piernas, la parte delgada del estuche roza su cara. Cruzando el pasillo, una mujer obesa, claramente nativa, desatiende a un niño de tres o cuatro años y amamanta a un bebé. El pequeño corre hasta la punta del vagón y luego vuelve. En la última pasada pegó un manotazo a mi cuaderno y huyó riéndose. La madre ni se molestó en retarlo. Ahora que terminó de amamantar al bebé, sigue amamantando a su otro hijo. El niño toma la teta paradito. En los asientos de adelante viajan dos hombres, seguramente bolivianos. Llevan una pequeña radio a pilas, van rotando la sintonía todo el tiempo, después hacen comentarios en voz alta, como si se sintieran obligados a informar al resto del pasaje.
A medida que pasan las horas, tenemos noticias más alarmantes. Los mineros armados han copado El Alto. El Regimiento de Tanques de Tarapacá se ha levantado. El Coronel Banzer aparece como líder indiscutido de la insurrección. La central obrera emite continuos llamados a la huelga general y a la resistencia, los estudiantes están atrincherados en la universidad. Se levantan barricadas en las calles. Hay preocupación por la continuidad de nuestro viaje. En Oruro, el tren tendrá que detenerse. Probablemente los conductores se plegarán al paro, de ser así, quedaremos varados. Algunos pasajeros se acercan para escuchar la radio. Ya se habla de enfrentamientos. Las noticias sobre la posición de las diversas guarniciones es confusa. De a poco, las distintas estaciones salen del aire. Radio Concepción de Oruro definitivamente está con los golpistas. El comandante de la guarnición local que había tomado el control de la situación en la mañana, ocupando los edificios públicos y decretando la Ley Marcial preventivamente, según órdenes del Presidente, acaba de ponerse de parte de los rebeldes. Por suerte, parece que en Oruro no hubo enfrentamientos. El tren continúa indefectiblemente su marcha hacia esa ciudad.
Alrededor de las quince llegamos a la estación. Grupos de soldados rodearon el coche motor. No dejaron bajar a nadie. Algunas patrullas subieron y pidieron los documentos. Los pasajeros bolivianos fueron obligados a descender. Los extranjeros quedamos en el tren. Alrededor de las diecisiete dejaron que reanudara la marcha sólo con los extranjeros. No vimos que se bajaran equipajes. Somos no más de veinte, que pronto nos acomodamos en el primer vagón. El chelo del concertista alemán parece servirnos de punto de reunión, porque todos nos ubicamos en la cercanía. La radio portátil se quedó con su dueño en Oruro. A poco de andar tenemos la impresión de que la marcha se está haciendo más lenta. Ninguna noticia llega desde la cabina y los guardas han quedado con los otros pasajeros.
Por la ventanilla derecha se ve el lago Titicaca. Las aguas quietas y los flamencos absorben el sol morado del atardecer. El tren baja un poco más la velocidad. Finalmente se detiene. Algunos pasajeros van hasta la cabina de los conductores. Golpean, pero nadie responde. No podemos descender, las puertas de los vagones están con los mecanismos trabados. Afuera sobreviene el ocaso. La calefacción cesó de funcionar y el frío está ganando los vagones. Apenas queda un hilo rosáceo de luz en el horizonte, los flamencos ya quietos se desdibujan. El concertista abre el estuche. Con ayuda de su mujer, retira el chelo y lentamente se dispone a tocar. La música quejumbrosa invade el aire. Todos nos quedamos callados. Ya no puedo seguir escribiendo.
21/07/71

Agradecimos el sol cuando amaneció. De a poco nos pusimos en movimiento. Logramos destrabar una de las puertas y descender. Nos acercamos por fuera a la cabina de los conductores. La puertita estaba abierta; el lugar, vacío. Nos habían dejado solos. Miramos para todos lados. Descontando el lago, lo que se veía era desierto y salitre. Volví al vagón para poner a Nora al tanto de lo que ocurría. En el asiento de atrás el músico reposaba con los ojos cerrados, su mujer le acariciaba la cara. Me acerqué instintivamente. Asintió con la cabeza. Igual le pregunté: “¿Qué le pasó?”. “Tenía mal su corazón –contestó en defectuoso español–. No soportó frío”.

Perdimos la mañana en discusiones inútiles. En el tren no encontramos alimentos. Los bajaron en Oruro o no los cargaron por la situación. Sólo contamos con el agua de los sanitarios. Nadie se anima a tomarla. Con un grupo decidimos salir tras las huellas que los conductores habían dejado sobre el salitre.

Las seguimos unos cientos de metros, después las perdimos. Continuamos en esa misma dirección un par de kilómetros, esperando encontrar algún caserío, hasta que ya no vimos el tren. Después optamos por volver. Ya casi anochecía cuando llegamos. En medio de tanta desazón, alguien propuso que intentáramos poner el tren en marcha. Formamos un pequeño comité que se metió en la cabina. Éramos cinco, todos jóvenes. Venía con nosotros un salteño que dijo saber de tractores. En pocos minutos logró que el tren funcionara. Hubo una pequeña algarabía con algunos aplausos. Reiniciamos la marcha a baja velocidad y la redujimos aún más durante la noche. Volví con Nora. Es la única que permanece junto a los alemanes. Dentro de poco vamos a apagar las luces, una decisión que se tomó para no llamar la atención. No la comparto, para mí resultará mucho más sospechoso.
22/07/71

Atravesamos varios pueblos. El tren avanzaba como una sombra entre los caseríos oscurecidos. Debe haber sido un milagro que todas las trochas estuviesen habilitadas, podríamos haber descarrilado. Al amanecer divisamos Villazón. Un par de vehículos militares corta las vías. No hemos pasado desapercibidos.
25/07/71

El proceso de frenado no fue perfecto y terminamos chocando contra un camión militar. El golpe desplazó al vehículo unos metros sin provocarle mayores daños. Los soldados se enardecieron y bajaron con golpes de culata a los que iban en la cabina. Ingresaron violentamente a los vagones. Todos fuimos arrestados. Estuvimos retenidos dos días, acusados de robar el tren. No nos dieron de comer. Apenas un poco de agua que nos hizo mal. Las mujeres quedaron en la estación, los hombres fuimos alojados en un pequeño cuartel. Algunos recibimos adicionalmente una paliza, sin ninguna explicación. Nos pegaron a los más blanquitos, a los morochos los dejaron en paz. Es tremendo cuando te pegan, sólo pensás “cuándo van a parar”. La segunda vez es peor porque ya sabés lo que viene. Después te queda el miedo, te das cuenta de que pueden hacerte lo que quieran en cualquier momento, eso es lo peor.
Al tercer día apareció el cónsul argentino en Villazón. El hombre reside en La Quiaca. Hasta entonces la frontera había estado cerrada. Todo cambió. Empezaron a tratarnos bien.

A la tarde cruzamos la frontera a pie, sólo con el equipaje que podíamos cargar. Gendarmería
nos revisó exhaustivamente de todos modos. La alemana quedó del otro lado.
26/07/71

Hoy llegamos a Salta. Me sorprende que todo esté tan tranquilo, tan cotidiano. Nora no me habla desde que salimos de La Quiaca. No sé qué carajo tiene. A mí ya se me pasó la bronca, después de todo deberíamos estar agradecidos. No nos pasó nada grave. Creo que sin querer hemos vivido la aventura de nuestras vidas y nos salió bien. Los golpes todavía me duelen, pero no han sido tan fuertes como para romperme algo. Me imagino las caras de nuestros amigos cuando contemos esto en Buenos Aires.
28/07/71

Al medio día llegamos a Rosario en un camión. Nora no quiso viajar en la cabina. Pese al frío, se subió a la caja conmigo. Sigue mal. Me rechaza. Por momentos llora.
05/08/71

Cuando llegamos a Buenos Aires Nora tuvo un ataque de nervios. Traté de calmarla, pero fue inútil. No suele descontrolarse de esa manera. Nunca había explotado así delante de los amigos. No soportó que contara mi versión de nuestro viaje. Criticó el protagonismo con que lo hice, me calificó de chiquilín inmaduro. No pude soportarlo y le eché en cara que, en última instancia, la que había insistido en seguir hasta La Paz había sido ella. Debo reconocer que me faltó carácter para oponerme a este estúpido viaje. Pero nadie podría negar que estuve a la altura de las circunstancias en todo lo demás. Terminamos a los gritos. Me echó: “te vas, mañana te vas”. Esto no puede quedar así. Nora sigue encerrada en el baño.
Son las últimas palabras. No paró de llorar en lo que restaba de la noche. La luz estuvo siempre apagada. Yo mirando el techo y ella de espaldas a mí. Escuché que hablaba entrecortado. Era demasiado doloroso para ser cierto. Permanecí en silencio.No supe qué hacer. No hice nada. Como tampoco habría podido hacer nada para evitar lo que le pasó. No pude soportar imaginarla sometida por esos degenerados en Villazón. Cuando empezó a entrar claridad por la ventana fingí dormir. Ella se movió en puntillas haciendo como que respetaba mi sueño. Luego la escuché irse al trabajo. Seguramente estaría subiendo al tren de las 8:15 cuando me levanté. Me fui a la mañana, apenas una valija, para qué más. Podría haberme quedado. Parte de mí lo deseaba, pero era más fuerte la necesidad de huir.
Vuelvo a buscar el remitente y lo anoto en un papel más chico. Después salgo a la calle y tomo un taxi. Si Nora me mandó la mochila, debe ser por algo. Se puede esperar unos días, algunas semanas, llamar a un teléfono que alguien no atiende y luego dejar de llamar, dejar de preguntar, dejar de esperar. Después pasan los años y uno se convence de que no espera más, que no hay nada por esperar. Sólo el recuerdo que asalta algunas veces ante el gesto fresco de alguna mujer joven, que a lo mejor ni se le parece; la ausencia de una pasión que no se vuelve a repetir. Luego, ahora, un simple viaje de diez minutos resulta eterno. Me acosan las preguntas, rechazo anticipar respuestas.
La dirección coincide con una ferretería. Vuelvo a mirar el papelito, no caben dudas. Es aquí. Entro. Detrás del enrejado cubierto por diversos productos que apenas dejan un espacio libre, hay un hombre.
–Disculpe, ¿conoce a Nora Murillo?
–Sí, la conozco. –Su voz es de un ronco apagado.
–¿Cómo la puedo ubicar? –Pienso “tal vez está en la trastienda”.
–No puede –lo dice así, con una fatal economía de expresión.
–¿Por qué no puedo? –Sé que sueno estúpido repreguntando.
–Porque falleció. –Podría haber dicho “llegó tarde”, hubiera sido mejor.
–No puede ser. Me acaba de enviar un paquete –reniego exaltado.
–Se lo mandé yo. Estaba en el placard, donde ella guardaba sus cosas.
–¿Cómo me encontró? –Es lo primero que se me ocurre.
–Hace mucho que sé dónde vive. Una vez casi le toco el timbre, no lo hice por
respeto a mi madre.
–¿Su madre? –Debería haber supuesto que Nora tendría una familia.
–Sí. Era mi madre.
Me siento incómodo con el hijo de Nora mirándome detrás de las rejas, calculando mi sorpresa, sopesando mi reacción. Debe tener más de treinta. Nora no esperó mucho para formar otra pareja. Hay cierto rencor en todo lo que dijo. Un rencor como el que puede sentir un hijo. Un rencor sin fundamentos.
–Nora nunca me llamó. Ella fue la que me echó.
–Estoy seguro. A mí me dijo lo mismo. Además me prohibió que lo viera.
–¿Qué te dijo de mí? –“¿Por qué querrías verme?”, pienso y me resisto a lo evidente.
–Que eran pareja. Que fueron a Bolivia juntos. Que se pelearon al volver y que usted era mi padre –sintetiza en pasado imperfecto.
–¿Tu padre? –Nora le dijo eso. Ahí está la razón de su silencio. La causa de su ausencia.
–Sí, pero que usted no sabía, y que ella quería que siguiera así.
–Deberíamos hablar, ¿no te parece? –tengo que decirle. Pero no parado aquí. No frente al mostrador, con él escondido detrás de sus rejas. No en dos palabras.
Elegimos una mesita en la vereda de la cafetería. Lo veo bien. Es bajo, morocho, aindiado. De Nora no sacó casi nada. Sin embargo, todo el tiempo, sigue afirmando lo que su madre le ha dicho. Habla de ella, de su enfermedad, de su vida. De su segunda pareja. Hubo un padrastro, un buen hombre que murió joven y les dejó la ferretería. Alguien que pudo reemplazarme. No tuvo otros hijos. Su vida fue relativamente buena según me cuenta Eduardo, así se llama. No son las preguntas que yo hubiera hecho, no es lo que necesito saber, pero allí está él con su voz tranquila, contando, simplemente contando. Llegó mi turno. Le digo lo que le hubiera dicho a su madre, lo que le quería contar. Omito las miserias, olvido mi propósito. Sólo hablo vagamente de un par de trabajos. Un matrimonio que no duró. Y aclaro que no tengo hijos. Estoy a punto de decirle que tampoco los hubiera podido tener, pero no puedo, me detengo, sólo agrego: “No hay nadie más, ni mucho para contar”. También me escucho sereno, intrascendente. La conversación parece haber agotado sus motivos. Siento el aire húmedo de abril sobre la piel. Tengo ganas de llorar. Entonces, Eduardo pregunta:
–¿Quiere conocer a sus nietos?
–¿Tenés hijos?
–Tres. Dos nenas y un varón. La segunda es igualita a la abuela. A Nora.
–Me encantaría conocerlos.
Pago la consumición. Nos paramos al mismo tiempo. Vamos calle abajo. El tren urbano está llegando a la estación; si nos apuramos podremos tomarlo.
*Carlos Costa nació en Gualeguaychú en 1948. Licenciado en Sociología, su formación literaria proviene de Casa de las Letras. Ha publicado los libros de cuentos En saco ajeno y El otro jardín. Actualmente tiene dos novelas inéditas y está preparando un nuevo libro de cuentos.

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