Robert Juan-Cantavella fue uno de los escritores que visitaron la Argentina en el marco de la última edición del FILBA. Aquí compartimos El Asesino Cósmico y el Viejo Corregidor, el primer capítulo de su última novela editada por Mondadori en 2011.
Isla Meteca, martes 20 de febrero de 2035
Hacía varios años que Antero Legúfago le echaba una mano por las mañanas. Una vez dispuesto que a Don Fabio ya no le asistían las fuerzas y hay quien dice que tampoco el entendimiento, Antero no tardó en ocuparse del papeleo y hacer como si nada. Desde aquel día, festividad de san Elicio, y aunque Don Fabio conserva el grado, el bastón y el prurito, quien de verdad ejerce de Corregidor es él.
Antero Legúfago no dispone de una mesa de despacho. Tiene tres, las tres muy pequeñas y cubiertas con una sábana que en algún tiempo fue blanca, las tres llenas de polvo y de papeles. Antero Legúfago mira de nuevo ese montón de hojas a su izquierda. La luz del flexo vuelve a parpadear y él se lleva la mano a la testa como si no recordase que es calvo, 23 años y calvo, y no es que le haya faltado una buena alimentación ni ejercicio ni tampoco cariño, hasta jugó a fútbol en el equipo del colegio dos años seguidos. ¿Y todo para qué? A decir verdad Antero Legúfago no acaba de ser calvo. Quizá para eso. Cerca del cuello sí tiene pelo, como una corona de oreja a oreja, cabello lacio, color castaño, más bien larguito. Por las noches, Antero fantasea y se ve cano, su melena cana, recia y blanca porque sabe que ese rasgo le conferirá experiencia, experiencia y solidez. En el montón de hojas la derecha ya miró ayer. Sería inútil volverlo a intentar.
Ahora da varios golpecitos sobre la mesa con el anillo de oro del meñique. Piensa algo, se vuelve furioso y clava sus ojos en la otra pila de actas y carpetas azules. El anillo, un sello con el escudo de la isla, se lo regaló su madre nada más licenciarse para que su ojito derecho tuviese con qué autorizar documentos y cerrar pliegos. Ha llovido mucho desde que el Caso Cárdavo se dio por perdido, Antero sabe seguro que el viejo no debió de guardar nada como es debido, por eso está cada vez más sofocado, cierra los ojos y casi puede ver a Don Fabio dando un golpe negligente con su maza para levantar la sesión y mirando de reojo esos mismos papeles sobre su mesa mientras piensa mañana me encargaré de ellos, y el día siguiente igual, mañana me encargaré de ellos, y el otro. En lo más profundo de su ser, Antero teme que el viejo nunca llegase a ocuparse de aquellas disposiciones ni de escribir el acta ni de archivarlo todo como Dios manda al final de la sesión. Casi está convencido. Por eso no es pereza lo que lo arroja en brazos de la duda sino que es furia. Ahí sentado en su despacho oscuro.
Tez clara, ojos pequeños, como arrugados por algún susto que se pierde en la noche de los tiempos, de fácil sonrisa, esa mueca triste, los hombros atrás como le enseñaron, dispuesto en todo momento. No diría uno que risueño porque le falta convicción. Antero no sabe cuándo la perdió o siempre fue así, tan puntual. Todas las mañanas llega a la misma hora. No siempre tiene tanto trabajo. Ahora se dispone a hablar. Lo hace a menudo. En efecto, Antero Legúfago es de esos que hablan solos, es más, dentro de tan locuaz comunidad Antero Legúfago es de los que creen que en despachar con uno mismo radica la función última del lenguaje y el misterio del conocimiento. A conducirse de tal modo aprendió en sus años de estudiante, lejos de casa, en el internado al que se ven abocados todos los muchachos del lugar si es que quieren tener estudios o lo quieren sus padres, como suele ser más habitual. No le resultó duro por falta de empeño sino por ser Antero de carácter retraído, una cualidad ciertamente prescindible cuando se trata de sobrevivir a un internado. Aun así lo consiguió. Muchas veces le bajaron los pantalones para gastarle bromas que aún trata de olvidar, se meaban en su cama, le robaban el almuerzo, le negaban la palabra pero él supo aguantarlo todo y llegar hasta el final. Y lo logró. Antero Legúfago se convirtió en abogado y acto seguido tomó el ferry de regreso con su título bajo el brazo. Así que volvamos con él y dejémosle hablar, pues se disponía a comenzar.
–¿Puedes creerlo? –se pregunta dando un nuevo golpe en la mesa con su anillo divisado.
Y enseguida retira el brazo y se lleva el meñique a los labios como ante un fantasma. Antero no se enfrenta a un espejo para verle los ojos a su adversario cada vez que se habla solo, pero el resultado es muy similar, parece una máquina ahí tan quietecito, un autómata sin sangre. ¿Acaso es posible que el viejo olvidase algo tan elemental?, se dice ofuscado, dime tú si no es de cajón: aunque no vayas a redactar el acta, porque está claro que el acta no vas a redactarla, ¿qué te cuesta meter todos los papeles, las disposiciones y demás en una carpeta?, desordenado si quieres, pero junto, ¿de verdad es tanto pedir que escribas, no sé, Diligencias en torno al Caso Cárdavo, o acaso Dominios de Cárdavo, Permisos, Prohibiciones y Demás, anotarlo en la carpeta y guardar dentro los papeles? ¿Sería pedir demasiado? Porque es que ahora ni siquiera sabemos en qué fecha exacta llegó ese maldito pescado y lo que es todavía peor, por qué demonios nadie ha logrado deshacerse de él, ¿acaso es tan difícil, o es que hablamos del demonio?, no sé, a lo mejor exagero y pido lo imposible o me he vuelto loco y es preferible ir por ahí dejando las disposiciones a su suerte sin control alguno y ya está. Es preciso admitir que Antero es amigo de sacar las cosas de quicio, pero también, en su defensa, que no hace daño a nadie pues se limita a actuar de este modo señoritingo y ansioso en el interior de su despacho, enfrentado a ese espejo que no existe y gesticulando en los puntos álgidos de su perorata.
Y es que Fabio Roelas, a quien todos en el lugar llaman Don Fabio por respeto y caudillaje pero también por su oronda constitución, pues parece que en el nombre oblongo de Don Fabio quepa más humanidad o al menos una humanidad más barriguda, Fabio Roelas siempre fue un Corregidor diligente. Bien es cierto que nunca acertó a inquietarse ante una mesa ahíta de disposiciones ni jamás un inventario supo imponerse a su querencia por el diván, pero no hay vez que esa lasitud en lo administrativo le impidiese ocupar su ingenio con el mayor esmero en los asuntos más importantes. Sin ir más lejos se enfrentó a Cárdavo, a la maldición de Cárdavo, al demonio Cárdavo, y lo hizo con valor y hombría, a nadie le cabe la menor duda. Tanto ajetreo acabó por minar su salud. No lo ha logrado él ni lo ha logrado nadie. Cárdavo sigue ahí. Como una sentencia de muerte.
Ese es el tono plateado que, sin siquiera sospecharlo, Antero echa en falta en sus cabellos de corona. Su torpe soberbia apaciguada. Y ese el calor de la furia en su mirada, de pie (porque prefiere estar levantado cuando habla solo) mientras camina por el despacho de campaña que él mismo instaló en la Sala de los Archivos frente a lo que en otro tiempo fue la Sala de Cabildo.
Antero es feliz con cómo los caprichos del azar o el demonio de la historia y la destrucción, en ese debate él no entra, han tenido a bien distribuir el espacio de la Casa del Corregidor después de que sucediese todo aquello. Para él la planta baja y con ella los Archivos al completo y la tierra firme. Para Don Fabio el piso de arriba con el despacho del Corregidor, el lujo decadente y el vértigo de la escalera. Y es que a pesar de todo, a Don Fabio le agrada seguir acudiendo a la Casa del Corregidor, regresar día tras día a su viejo despacho. Ya casi nadie se acerca por la Casa del Corregidor, y cuando por ventura alguien lo hace, Antero se encarga de consultar las disposiciones y tramitar los expedientes allí abajo en los Archivos, sentado a sus tres mesas y atribulado, presto a entregarse por completo sea cual fuere la gestión. Así que sólo Don Fabio sigue subiendo a su antiguo despacho (Don Fabio y su fiel Renato Romo), antaño la más lujosa y preciada de todas las dependencias. Sube y allí arriba finge que sigue en la vieja ciudad de Sierpe, que nunca sucedió todo aquello. También él habla solo (porque muchas veces hablar con Renato Romo es como hablar solo), da órdenes, dicta cartas.
Han pasado dos horas. Antero sigue enfrascado en sus asuntos, busca una disposición muy concreta entre mil carpetas azules. Tosiendo, enterrado en polvo. No es culpa suya. El resto de dependencias del caserón tienen peor aspecto y están mucho más sucias. Además de los Archivos en los que se instaló Antero por no atreverse con la escalera, en la planta baja hay un par de despachos pequeños, pero del mismo modo que sucede con la Sala de Cabildo están completamente destruidos.
Así que dejemos que Antero Legúfago deambule en la penumbra de sus estanterías (y es que además, cuando habla solo, le gusta caminar), pues aunque el arte de pensar en movimiento sigue resistiendo a sus envites, él lo intenta de nuevo y a veces, eso sí, se detiene para hacer balance. Entonces arremete otra vez, dime tú si no es de cajón, dice, acaso cuesta tanto, se lamenta. Alejémonos de Antero que siempre está con lo mismo. Abramos el foco porque de lejos todo se ve pequeñito y limpio, como si las cosas y las intenciones fuesen instrumentos de una orquesta con sentido. Mantengámonos atentos porque Don Fabio debe de estar a punto de llegar.
Ahí lo tenemos. Como cada mañana. Después de un buen almuerzo. Aquel de allí parece Don Fabio.
En efecto, es él, no podía ser de otro modo. Ese señor hermoso y vivaracho que ahora atraviesa el umbral de la puerta. Ya está mayor, es cierto, por eso hace unos años que en la práctica dejó el cargo, o que el cargo lo dejó a él, como a veces le recuerda Renato Romo tratando de sublevarlo. Aun así, Don Fabio sigue portando el bastón de mando con su empuñadura de plata, la del tiburón. Ni se sabe el tiempo que lleva pasando de generación en generación esa vara, y si Don Fabio sigue apoyando en ella su paso incierto y abultada presencia, ya se ha dicho, no es sólo por casualidad.
Convencido como cada mañana de que una vez arriba todo volverá a ser como antes, Don Fabio se saca un puro de la levita, rodea la escalera imperial reducida a escombros, y va a buscar su escalerilla de escapulario.
Fue Don Fabio quien ya hace tiempo, con todos sus años a cuestas y lo que aún resulta más significativo, con todos sus kilos, más de cien en total si contamos la panza en forma de tonel, unos brazos que de tan cortos parecen terminar en el codo y esas piernas valerosas y leales, pues a todas partes lo siguen llevando, fue Don Fabio quien afianzó las cuerdas. Los mineros instalan en los pozos un tipo de escalera llamada de escapulario. Es sencilla y tosca y se cuelga pegada a la pared. Cuando un pozo se ha agotado la llevan consigo para instalarla en el siguiente. Hay escaleras de escapulario que duran más que un minero. Son recias y muy seguras, aunque eso sí, requieren de su usuario si no valor sí iniciativa, y de ambas carece Antero Legúfago como también, hay que decirlo, de malicia y hasta de curiosidad. De ahí que nunca se haya propuesto Antero subir por la escalera de escapulario que en su momento instaló Don Fabio para acceder al piso de arriba.
Nada tiene que ver su despacho con el del pobre Antero, allí abajo. Ni siquiera el polvo, que los dos cubre por igual, se comporta del mismo modo, pues lo que es abajo rumor y oscuridad arriba es señorío y nobleza. La levita de Don Fabio es verde mar, pantalón verde botella y un chaleco verde oliva, su sonrisa es prieta y mansa, y al cuello se ata un fular de color verde esmeralda. En el bolsillo trasero de sus pantalones verde botella, un mapa enrollado de Ciudad Nueva por si hay que ir a alguna parte a solucionar cualquier cosa. En el bolsillo delantero de la levita, allí donde la etiqueta exige no meter nunca nada, Don Fabio lleva un compás. Cabello ondulado y grasiento, echado hacia atrás sin arrestos y pose encrestada, tripuda. Uno de los botones del chaleco desabrochado, el tercero descosido, monóculo a la izquierda y a la derecha el reloj de bolsillo.
También son característicos sus calcetines a rayas blancas y verdes y esas pantuflas marrón oscuro. Ya está arriba. Aquí lo tenemos. Lo sigue Renato Romo, el sepulturero de Ciudad Nueva.
Renato Romo no suele tener demasiado trabajo. Por eso más que de enterrador ejerce de sombra de Don Fabio, de consejero, mano derecha, de cómplice día y noche. A todas partes van juntos, Don Fabio con su vara de mando, y él con sus botas camperas Mustang y un revólver Taurus The Judge del 45 que nunca ha utilizado contra un hombre pero le hace sentir seguro. Don Fabio con su optimismo bonachón y él con su desgana impenitente. Alto y delgado, de rasgos afilados y cabello negro semioculto bajo un sombrero de copa plegable que, como sucede con su arma, nunca ha sentido la necesidad de plegar.
Antes de suceder todo aquello, Don Fabio solía matar el tiempo leyendo periódicos y prestándole en general cierta atención a cuanto sucedía en la vieja ciudad de Sierpe. Iba al teatro con frecuencia y allí ocupaba el palco consistorial y jugaba con su monóculo. Por lo menos una vez al mes llegaba hasta Capistrano a intercambiar impresiones con los pescadores. Con ellos comía un guiso que recuerda como el mayor de los manjares. Ahora todo ha cambiado. Entra en el despacho y confía la suerte de su vara a un paragüero de cobre con asas de porcelana y latón. En el piso de abajo, el bueno de Antero ni siquiera ha advertido su llegada.
Ahora Renato Romo se acerca al escritorio auxiliar a buscar el mechero de mesa y le enciende el puro. Desde la última vez que Don Fabio se dignó atenderlas, el despacho principal, bajo la lámpara holandesa de seis brazos, sigue lleno de disposiciones y carpetas que ya son muy viejas. El polvo sobre esos legajos es una capa casi opaca. Un revestimiento contra el paso de los años.
Don Fabio ama por igual cada una de las piezas de su mobiliario francés, pero por ese escritorio plano Dubois del XVIII con paneles de laca extraídos de objetos del Extremo Oriente siente un cariño especial. Pegado a él, todavía más pequeño, hay un bureau de dame estilo Luis XV de finales del siglo XIX o principios del XX. Pegado a él la ventana. Don Fabio nunca lo ha tenido del todo claro, el anticuario juraba y perjuraba que era del XIX pero él siempre lo dudó, no por la madera de palorrosa con marquetería floral y tapa frontal abatible sino por los cajones forrados de seda rosa con tiradores de bronce. Sobre el escritorio Dubois hay siempre un mechero de mesa que ahora Renato Romo devuelve a su sitio, hay también un cenicero verde de piedra y un periódico viejo, de antes de que sucediese todo aquello, abierto por la sección de deportes.
Renato tira del primer cajón y saca una figura de bronce que es una especie de galardón conmemorativo que representa dos viejos zuecos más o menos del número 39, ¡deja eso en su sitio y cierra el cajón!, le ordena Don Fabio con la acritud de quien ha tenido que repetir esas palabras en numerosas ocasiones, pero señor Roelas, siempre me dice usted que… ¡Nada!, siempre te digo que cierres el cajón y ya está. Don Fabio se dirige a la ventana con pasos lentos y pesados. Cuánto le ha gustado siempre fisgar por entre los visillos. Mal cuidará el pastor de su rebaño si no le presta atención, ¿no te parece, querido Romo?, me parece, señor Roelas. Y ahí de pie junto a esa ventana, donde tan buenos ratos ha pasado, de pronto Don Fabio lo advierte. Alguien se acerca a la Casa del Corregidor. No hay duda. Casi ha llegado al porche.
Don Fabio se precipita hacia la puerta con más prisa que cuidado. Tropieza con la mesa auxiliar de caoba. Renato Romo reacciona y va en su ayuda. Sus botas golpean el suelo como un martillo el yunque, pero no logra evitar que Don Fabio le rompa una de sus sinuosas patas a la dichosa mesa de caoba y trastabille pisando el pequeño cajón de cintura que ha salido disparado, que con el golpe se ha salido de su sitio.
Alpidia Ruano. En efecto. Tras los visillos Don Fabio la ha visto llegar. Es ella. Alpidia Ruano llama al timbre pero el timbre sigue sin funcionar. Ve la puerta abierta y entra sin más, enseguida resuenan en el techo los pasos nerviosos de Don Fabio que está de nuevo en pie y ahora corre ruborizado ayudándose con su bastón, a punto de tropezar con el pequeño cajón de cintura de la mesa auxiliar de caoba. Lo siguen los martillos pausados del enterrador, que odia correr y ni siquiera ahora lo intenta. Bajan los dos por la escalerilla con una destreza aprendida y una vez ante la dama Don Fabio se quita el monóculo y la atiende como corresponde a su cargo:
–Menuda sorpresa, usted por aquí, ¿todo bien, señorita Ruano? –por el momento, Don Fabio no finge.
–Buenos días Don Fabio. Sí, bien. Muchas gracias –responde educada Alpidia Ruano–, y buenos días también a usted, señor Renato.
–Hace buen tiempo hoy, ¿no le parece? –ahora tampoco–, ya lo creo que sí.
–Ya… en realidad yo venía…
–¿Se ha dado usted cuenta de que ahora todas las casas de ahí fuera son blancas, una tras otra?, parece como si…
–Me encantaría quedarme aquí a charlar con usted, Don Fabio, lo pasé tan bien en la verbena de San Vilasio cuando nos contó usted las cosillas de, ya sabe, lo del señor Sheridan… pero es que hoy tengo prisa, en serio.
–Ya lo ha oído usted, señor Roelas –masculla Renato Romo–, a la joven le encantaría quedarse a solas a charlar con usted: quizá prefiera que me retire.
–…
–No le haga usted mucho caso –se disculpa Don Fabio en nombre de su lacayo–, todos sabemos que nuestro sepulturero tiene la cabeza en otro sitio, ya sabe usted, su mula está a punto de morirse; y se lo ruego, tampoco le dé demasiada importancia a aquel chisme que en mala hora conté, bendito sea san Vilasio el Diciente, ya sabe usted que en días de fiesta uno hace y dice bobadas, y aunque nuestro patrón no merezca estos deslices, no hay nadie tan bondadoso, seguro sabrá ser clemente. Pero cuénteme –y Don Fabio se muestra solícito–, ¿qué la trae por aquí, puedo serle de alguna ayuda?
–Bueno, es igual, lo cierto es que sí, estoy aquí por lo de mis permisos, ya sabe usted, todavía no se había establecido ninguna disposición, imagínese, la semana pasada igual, qué quiere que le diga, Don Fabio, con todo el respeto pero…
Y Antero Legúfago procede a entrar en escena. Ahí lo tenemos, llega al zaguán tan apresurado como en él es costumbre. Apenas se detiene y templa el gesto el pobre se da cuenta, ¡el viejo se le ha vuelto a adelantar!, y se sube los manguitos en un gesto de decepción y decide que no pasa nada, esas diligencias previas las acabará encontrando en cualquier parte, el asunto está prácticamente resuelto, sólo necesita ganar un poco de tiempo. Iza su mejor sonrisa y al contacto con la luz, pues en su despacho anda casi a oscuras o lo que es peor, sometido al arbitrio de ese pequeño flexo, al contacto con la luz Antero arruga sus ojos diminutos como recordando un susto que se pierde en la noche de los tiempos. También echa los hombros atrás, porque sabe que es correcto disponerlos de tal modo si uno se dispone a presentarse:
–Vaya… qué sorpresa tan grata, señorita Ruano –no lo parece, pero Antero en verdad se alegra–, ¿ya vuelve a ser martes?, hay que ver cómo pasa el tiempo, juraría que…
–Buenos días, ¿qué hay de mis permisos?, ¿has encontrado tu dichosa disposición, Antero? –Alpidia Ruano no se anda con rodeos.
–Pero no se quede usted ahí, señorita, por favor entre en su casa, la Casa del Corregidor también es su casa –con gran cordialidad, Don Fabio se presta a acompañarla–, fíjese qué suerte la suya, ya lo creo que sí, aquí está el joven Legúfago, quizá pueda sernos útil, es un chico muy perspicaz.
–¡Ya lo creo, listísimo…! –apostilla Renato Romo desde un segundo plano–, por eso vive ahí metido como un topo y sigue siendo virgen.
–Por favor, Don Fabio –replica Antero–, ¿no ve usted que…
–¿Le importaría recordarme a qué debemos el honor de su visita? –Don Fabio se lo pregunta a Alpidia, y acto seguido le lanza una severa mirada a Renato Romo.
–¡Ya está bien! –Antero se enfada.
Joven Legúfago, eso es, Don Fabio lo llama así porque sabe que eso a Antero le molesta y le avergüenza, convencido como está el joven Legúfago de ser un hombre cabal, absolutamente responsable y ansioso por que esas canas que tanto anhela comiencen a hacerse cargo de su enternecedor aspecto y le endurezcan el semblante.
Alpidia Ruano trabaja en el cine y siempre lleva un montón de cosas en los bolsillos, clips, tipex, un pequeño metro extensible que también es un llavero azul, tres tubitos de pegamento de marcas distintas, un par de pinzas de tender, una goma de borrar, grapas, un portaminas, dos tapones para los oídos y la fotografía arrugada de una tintorería, algo de calderilla y poco más, caramelos, cerillas, nada de valor. Alpidia acaba estallando:
–¡¿Puedo o no puedo entrar en los dominios de Cárdavo?!
Don Fabio y Antero se detienen, ahora se miran sorprendidos, Renato Romo esboza una media sonrisa como quien intenta no reírse a carcajadas de un chiste, los cuatro en silencio.
–Venga conmigo, si es tan amable –Antero toma la iniciativa–, en mi despacho hablaremos más tranquilos.
–¡Cómo! –exclama Don Fabio en un gesto extrañado.
Alpidia empieza a perder la paciencia:
–¡Mis permisos! Casi han pasado cinco meses desde que presenté la solicitud. Antero me aseguró que lo consultaría con usted. Juró que la disposición iba a correr su curso habitual y que él mismo me avisaría en cuanto el asunto estuviese resuelto, pero es que…
–No se atreva a acercarse por allí, señorita… ya lo hemos intentado todo, ¿no es cierto, mi querido Romo?
–Ya lo creo que sí, señor Roelas, pero no hubo forma. Apostaría mi hombría a que ese monstruo está emparentado con el propio diablo.
–Ya lo ha oído, más vale que lo olvide, señorita –dice Don Fabio.
Es cuando el joven Legúfago toma a Alpidia por el brazo y tira de ella hacia las fauces de la Casa del Corregidor:
–Acompáñeme al despacho, las cosas van muy bien, ya se lo dije por carta.
–Pero entonces… –trata de continuar Alpidia indignada, y enseguida Don Fabio la coge del otro brazo realmente preocupado.
–Hágame caso, señorita Ruano, ¡no se acerque por allí!, es un lugar maldito.
–¡Ya está bien! Don Fabio, haga usted el favor! –Antero se enfada.
–Disculpa, muchacho –Renato Romo da un paso al frente, se lleva la mano al pecho y advierte al joven letrado–: que en todas esas universidades a las que fuiste no te enseñasen modales no es excusa para…
–Déjalo, Romo, no importa –y dirigiéndose de nuevo a Alpidia, Don Fabio continúa–, además, ¿para qué iba a querer una señorita como usted meterse en tan siniestro lugar?
–Aquello no es un lugar siniestro –protesta Alpidia–, y lo que quiero es grabar unas imágenes para una película, nada más que eso, en el momento de cumplimentar la solicitud Antero me pidió que redactase una petición detallada, casi han pasado cinco meses desde que la entregué por triplicado y bien fechada arriba a la derecha, ya se lo he dicho antes, tampoco creo que sea tan complicado.
–Seguro que se acuerda, señor Don Fabio –improvisa Antero–, haga memoria, en su momento tuve un despacho con usted.
Renato Romo tuerce el gesto.
–Acerca de… –Don Fabio duda.
–Eso es, Don Fabio, usted lo ha dicho, acerca de los permisos que requería la señorita Ruano para entrar en los dominios de Cárdavo, ni más ni menos, ¿ve como cuando quiere sí que se acuerda usted de las cosas?… hay que ver.
Y volviéndose hacia Alpidia, Antero añade:
–¿Cuánto no habré aprendido yo de Don Fabio? –y vuelve a tirar del brazo de Alpidia, esta vez sin resistencia por parte de la joven cineasta–, a veces pienso que me hubiese bastado mirarme en él desde niño como en un espejo para ahorrarme todos aquellos años en la facultad de derecho. Es tanto lo que le debo. Precisamente por eso trato de no molestarle con estas menudencias –le dice Antero a Alpidia mientras mira a Don Fabio de reojo.
Cuando hay visita, Antero nunca pierde la oportunidad de hablarle a Don Fabio a gritos. Sólo a los niños se les grita, a los niños, a los locos y a los ancianos, por eso Antero le habla a voces, porque piensa que el viejo es las tres cosas. Por eso y porque no soporta que sigan refiriéndose a él como el joven Legúfago. Casi siempre funciona. Ahora, por ejemplo, Antero acaba de conseguir que Alpidia se calme y olvide a Don Fabio. Cosas de la edad.
–Antes de todo aquello, Cárdavo ya estaba ahí, puede creerme si le digo que lo intentamos todo, ¿no es cierto mi querido Romo?
–Sin duda, y a punto estuvo usted de perder la vida, señor Roelas, lo recuerdo perfectamente. Otros no tuvieron tanta suerte, o acaso tanto valor.
–El joven Legúfago puede decírselo, señorita Ruano, si es que no se fía usted de nuestro querido Romo –Don Fabio acaba de alcanzar a Alpidia y a Antero en el descansillo, e insiste–, él no estaba allí pero…
–Esa suerte tuvimos, ¿verdad señor Roelas?
–Él no estaba allí –repite Don Fabio, y se detiene un instante desafiando a su fiel y fiero Renato–, pero estoy seguro de que ha consultado las disposiciones, en esos Archivos que con tanta diligencia él gestiona está todo, los nombres y los apellidos, ¿no es cierto, joven Legúfago?
–¿Y a mí qué me importan esas viejas historias?, lo único que quiero son mis permisos, así que díganme, ¿están o no están? –Alpidia vuelve a gritar, otra vez enfadada.
–Eso quería anunciarle, señorita Ruano –responde Antero, y por fin se lleva a Alpidia a la Sala de los Archivos dejando a Don Fabio en el recibidor y junto a él a Renato Romo.
Menuda audacia la de esta mujercita, va mascullando Don Fabio mientras sube de nuevo por la escalera de escapulario que tanto respeto le infunde a Antero –ahora mismo Don Fabio sí que finge, nada menos que en sus propios pensamientos–, habrase visto, adentrarse en el territorio del malvado Cárdavo para sacarlo en su película, me pregunto si no se habrá vuelto loca, seguro que sí, por eso el joven Legúfago le gritaba, menuda lástima, pobrecita. Espero que el joven Legúfago sepa distraerla un rato, debe de resultar tan triste ser una pobre chiflada. La verdad es que no me merezco un secretario tan audaz.
Ya en su despacho, sentado en la descansadora Luis XVI bañada en pan de oro y enrejillada por los costados, Don Fabio mira con curiosidad el gracioso y delicado cajón de cintura de la mesa auxiliar de caoba con que ha tropezado antes de despachar con la señorita Ruano. Le deseo a esa jovencita toda la suerte del mundo, piensa Don Fabio con una absoluta falta de sinceridad, ojalá pudiese serle de alguna ayuda, se lamenta cansado, y volviéndose hacia Renato Romo, que otra vez reposa en el diván junto a la ventana, le pregunta caviloso:
–Dime, querido Romo, ¿qué crees que se trae entre manos? La muchacha es de buena familia, pero eso no siempre es garantía, fíjate en lo díscolo que nos ha salido el pequeño de los Ropero.
–Cualquier majadería, puede apostar por ello, quién sabe si algo peor. El cine es cosa de hombres, señor Roelas, no hay otra, fíjese si no en John Ford, ¿acaso era una mujer?
–Sabes tan bien como yo que por mucho que se empeñe no puede entrar ahí, ¿no es cierto, mi fiel Romo? –Don Fabio se ha incorporado, lo dice y sus ojos brillan de un modo extraño, queda claro que no está preguntando nada–. Nadie quiere que suceda otra vez como en Sierpe, ¿verdad?
–Ni más ni menos, señor Roelas. Y eso me recuerda que tengo algunos asuntos. ¿Le parece bien que lo recoja después de comer?
A Delgino el nombre no le hace justicia, por lo menos si alguna vez el nombre Delgino tuvo que ver con el hecho de estar flaco, pues al équido en cuestión el nombre le quedaría estrecho. El caballo de Renato Romo, porque Renato Romo tiene un caballo con el que le gusta pasear arriba y abajo por Santa Renilde, el caballo de Renato Romo es un caballo que si algo tiene es volumen y presencia. Que si de algo puede enorgullecerse es de no haber pasado hambre. Don Fabio eso lo sabe. Don Fabio no se opone a que su fiel Romo se ausente hasta la hora de comer ni le pregunta nada pues da por sentado que quiere ir a cuidarlo, a pasar con Delgino sus últimas horas, quién sabe, a darle ungüentos o masajes o medicamentos.
Mientras tanto, en la planta baja, Antero vuelve a insistir. Está muy contento con la marcha de la solicitud que presentó Alpidia. En su humilde opinión nada tendría por qué ir mal. Basándose en su experiencia casi se atrevería a asegurar que la próxima semana habrá un dictamen más o menos firme. Pero hasta entonces es imposible que se acerque a los dominios de Cárdavo con su cámara.
–Imposible, y además muy imprudente –añade Antero dando un ligero golpecito en la mesa con su anillo de oro–, ya ha escuchado usted a Don Fabio, fíese de él, es la voz de la experiencia. Nada bueno puede salir de allí dentro.
Arriba, en el despacho de Don Fabio, cuando su fiel enterrador ya se ha ido y mientras el joven Legúfago enreda a Alpidia, va y de pronto allí arriba suena el teléfono. De haberlo sabido, Don Fabio nunca hubiese permitido que Renato Romo se ausentase, pero qué puede hacer, cómo iba a saberlo, el teléfono vuelve a sonar, Don Fabio se levanta, ring, ring, llega y lo coge, mmm… ¿nada, no?, pregunta el gran Vladimiro desde el otro lado de la avenida. (No es este el momento de detenerse en la figura de Vladimiro Rascón, tiempo habrá de elogiar su estatura moral, ya lo creo que sí.) No creas, le dice Don Fabio mientras se pone de pie con cuidado de no tirar demasiado del cable –de nuevo vuelve a fingir–, ¿en serio?, quiere saber Vladimiro, ¡dime!, poca cosa, responde Don Fabio un poco aburrido, Alpidia Ruano ya sabes, la hija de Namerto y Germelia, ¿recuerdas a los Ruano?, fallecieron cuando sucedió todo aquello; que sí, que sí, ¿y…?, quiere seguir sabiendo Vladimiro: pues eso, que ha estado otra vez aquí, creo que ya te lo comenté… por lo de Cárdavo.
[to be continued…]
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*Robert Juan-Cantavella (Almassora, España, 1976) Es escritor, periodista y traductor. Fue jefe de redacción de la revista Lateral, y más tarde coeditor de The Barcelona Review. Es autor de las novelas Otro (Laia Libros, 2001), El Dorado (Mondadori, 2008) y Asesino Cósmico (Mondadori, 2011), del libro de relatos Proust Fiction (Poliedro, 2005; Le cherche midi, 2011), del libro de poesía Los sonetos (El Gaviero, 2011), y de la novelita El corazón de Julia (escrita a cuatro manos con Oscar Gual e ilustrada por Riot Über Alles; Editorial Señor Pulpo, 2011). Vive en Barcelona. Asesino Cósmico es su primer libro publicado en Argentina.