Acorralado por la Triple A, el escritor y periodista tuvo una idea que le salvó la vida. Después partió al exilio desde el que pensó el país a la distancia. Se cumplen 10 años de su muerte. Por Verónica Abdala

El mozo extendió su brazo por sobre el plato ya semivacío y entregó a Tomás Eloy Martínez un papel escrito. Podría haberse tratado de un mensaje enviado por algún otro comensal del restaurante, o la cuenta del almuerzo que el escritor y periodista se apuraba a terminar. Pero no. Las letras garabateadas en birome escondían una realidad bastante más siniestra. “Estamos esperándote en la puerta para matarte, hijo de puta“, leyó Martínez y volvió a doblar en cuatro el papel. El mensaje era gentileza de unos hombres parapetados en la puerta de entrada, que esperaban el momento justo para caer sobre él. Sólo entonces advirtió que esos hombres estaban armados, y un dato igualmente preocupante: el restaurante porteño en el que se encontraba no contaba con salida de emergencia; la única vía posible de escape era la puerta principal. A continuación, y haciendo un esfuerzo por que el miedo no le impidiera un último gesto de lucidez, Martínez pidió al mozo que los ocupantes de las demás mesas desalojaran el salón. 

Diez días antes había leído en un programa radial un texto del escritor Jonathan Swift, el autor de Los viajes de Gulliver, en que el personaje de un pseudobrujo aconsejaba –mal- a una reina. En tiempos de López Rega, no era difícil decodificar el doble mensaje, y ese tipo de ocurrencias podían costar muy caras. Solo, en medio del restaurante vacío, llegó a pensar que ése era el final. En un principio no supo qué hacer. ¿Cómo salir sano y salvo de allí? En ese momento tuvo una idea, que a la luz de los hechos le salvó la vida: llamó al diario en el que trabajaba entonces, La opinión, y pidió a la telefonista que le enviaran un fotorreportero, con la esperanza de que una cámara pudiera abortar el operativo que había puesto en marcha para apresarlo la Triple A. Y esperó. Minutos después comprobó que no era un solo fotorreportero el que había llegado sino lo que, según describía en la madurez, se le apareció como un verdadero malón de hombres con sus cámaras al cuello, pertenecientes a distintos medios. 

Unas horas después, Martínez volaba rumbo a París, donde Jacobo Timerman –director del diario- decidió enviarlo para cubrir el Festival de Cannes y desde donde finalmente Martínez se decide a no volver. Desde allí, viajaría a Caracas, con la ayuda de su amigo el mexicano Carlos Fuentes​ -entonces Agregado Cultural en la capital francesa-, que lo recomendó a sus pares en Venezuela. No imaginaba que así iniciaba el largo exilio que marcaría un antes y un después en su carrera y en su vida.  

La Argentina, donde dejaba a sus hijos, se convertiría a partir de entonces, más que en una excusa para la nostalgia, en materia ineludible de análisis y reflexión: tanto sus ensayos como sus ficciones y artículos exponen de algún modo las contradicciones de ese país por el que siempre se sintió atraído y expulsado. Con el tiempo –en Venezuela vivió hasta 1983-, se convertiría en un escritor reconocido y un referente para buena parte de los jóvenes periodistas del continente. 

Fue un maestro generoso. En sus clases enseñaba que la firma es el único capital del periodista (“no habría que poner el nombre en nada que uno no avale con el sentimiento y la razón”, decía) y anticipaba antes que muchos otros que el punto de vista subjetivo suma a la noticia, siempre que el rigor periodístico no sea vulnerado. También enseñaba que en esa observación y su crónica vale munirse de las herramientas de la literatura: inspirado por los precursores del periodismo narrativo que ya habían puesto en crisis el concepto de objetividad, -como José Martí o Gabriel García Márquez– en obras como La pasión según Trelew, Lugar común la muerte, El sueño argentino o Réquiem por un país perdido, él mismo daba cátedra -en los hechos- de cómo narrar la realidad como si fuera ficción.     

Clarín, 31 de enero de 2020

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