Boris Múñoz recuerda a Tomás Eloy Martínez en un texto bellísimo que se publicó originalmente en el sitio de textos y crónicas periodísticas Prodavinci.
Sergio Dahbar, TEM y Boris Múñoz

Hay noticias esperadas y previsibles, pero igualmente devastadoras. Son como rayos que perforan hasta la raíz de nuestra existencia dejando un agujero calcinado. Ese es el efecto que me causó anoche la noticia de la muerte de mi maestro y mentor Tomás Eloy Martínez. Su cuerpo se ha ido dejando en su lugar un hueco memorioso.

Para un escritor que, entre titubeos, da sus primeros pasos no hay privilegio más grande que encontrar a un maestro que lo oriente a través del laberinto de la escritura. La pasión narrativa, el lenguaje deslumbrante y terso, el rigor de los hechos y un alto vuelo imaginativo, hicieron de Tomás Eloy uno de los escritores más versátiles y sólidos de la comarca latinoamericana. Esos hilos conductores han servido de coordenadas, no solo para mí, sino para muchos otros que consideran el periodismo mucho más que un oficio de notarios.

Lo conocí en un ascensor del Ateneo de Caracas, una mañana caliente de 1992 junto a Sergio Dahbar. Tomás Eloy contaba, con verdadero deleite, que el Nuevo Periodismo había comenzado en Latinoamérica cuando Gabriel García Márquez había aterrizado en Caracas como redactor de la revista Momento. Era enero de 1958 y en apenas unas semanas la dictadura de Marcos Pérez Jiménez llegaría a su fin. La estampida del tirano dejando en su fuga una maleta llena de dólares, fue la imagen seminal que inspiró a García Márquez a escribir la magnífica novela que sería El otoño del patriarca.

Ya en aquellos días era lector voraz de las crónicas que Tomás Eloy publicaba en el semanario Domingo Hoy, pero todavía no había caído en mis manos Lugar común: la muerte. Ese pequeño libro revolucionó mi comprensión de los poderes del lenguaje para darle vuelo a la realidad, pero también para darle vuelta, trasgredirla y rebelarse contra la muerte.

Cuando llegué a Rutgers University para estudiar mi postgrado en Literatura, Tomás Eloy y Susana Rotker, su esposa, nos cobijaron a mí y a Beatriz con un desprendimiento desinteresado e ilimitado. Fue el principio de una amistad que se volvería casi familiar. Sin reparar en que se trataba de un hombre realmente muy ocupado, lo llamaba constantemente para explayarme en largas conversaciones acerca de la más mínima tontería. Lo asediaba con preguntas sobre libros y películas, pues sabía que hablar de sus dos grandes pasiones intelectuales, no era perder el tiempo sino vivir el placer de recrear esos libros y esas películas con la palabra. Tomás Eloy era una enciclopedia ambulante siempre dispuesta a ser consultada. Sin embargo, disfrutaba enormemente escuchar y contar chismes mundanos y episodios de celos y traiciones que, sospecho, trufaba después como condimento en la fabulación de amores contrariados en sus novelas.

He sentido un poco de remordimiento por haberle regateado esos momentos a su escritura. Pero mirando atrás también veo esos años como un periodo fascinante. Nunca olvidaré el curso de Borges que tomé con él. A pesar de que solo éramos tres estudiantes, Tomás Eloy ponía todo de él para ofrecernos a un Borges de carne y hueso que jamás encontraríamos en ningún tratado académico.

Ese periodo candoroso y feliz, llegó a un abrupto final con la muerte de Susana, la brillante ensayista venezolana, en un accidente de tránsito a fines de 2000. Tomás Eloy hizo grandes esfuerzos por seguir siendo el mismo de siempre. Desde tiempo atrás, había luchado contra la peste del cáncer con una entereza y un valor abrumadores. Persistió en mantener la altivez de galán de cine que lo caracterizó toda la vida. Continuó siendo el comentarista preocupado y lúcido de la realidad argentina y latinoamericana: un intelectual de primera línea, una luz intensa en medio de una borrasca en la que cada día hay menos faros. La enfermedad lo socavaba como un taladro sordo. Así que abrazó la literatura como su última tabla de salvación.

Después de quedar viudo, la aparición de El vuelo de la reina, novela con la que había estado a punto de naufragar durante cinco años y que terminó por ser un gran éxito de ventas, fue un gran motivo de alegría. Sus demonios, sin embargo, le exigían escribir una obra que reflejara los años más oscuros de la dictadura Argentina durante su exilio venezolano. “Escribo sobre lo que no he vivido. Por eso quiero contar cómo era la vida cotidiana de los argentinos durante la dictadura”, repetía con frecuencia. Esa obra es Purgatorio. Poco después de su publicación, me contó que se sentía muy contento por haberla terminado.

La última vez que nos escribimos fue a fines de octubre o principios de noviembre. Estaba de buen ánimo y cariñoso como siempre. “El tratamiento funciona”, me dijo. Bromeó con que los médicos comenzaban a considerarlo un fenómeno de la ciencia. “Me dicen que me llevarán a los congresos de medicina para estudiar mi caso”. Le creí a pies juntillas. Ahora pienso que quería ahorrarme cualquier patetismo y estoy seguro de que sus fuerzas comenzaban a abandonarlo.

Anoche, hablando con sus hijos, sentí una inmensa alegría al saber que Purgatorio no había sido su última aventura. Como el protagonista de Invisible, la novela más reciente de Paul Auster, su amigo y colega admirado, Tomás Eloy se mantuvo en un hilo de vida escribiendo hasta el último aliento. La semana pasada, antes de una breve agonía, habría terminado el borrador de su próxima novela. También me enteré de que en sus días finales estuvo rodeado del amor de sus hijos mientras veía películas de Billy Wilder. Alguien me dijo: “Si todos tenemos que morir, ¿por qué no así?”.

Tomás Eloy solía decir que la ética comienza al cuidar el lenguaje con que nos expresamos, es decir, el lenguaje nos determina porque el lenguaje es el vehículo de nuestra interacción con el mundo y los otros. Solo ahora que se ha ido puedo apreciar el significado cabal de esa frase. Puso esa prédica personal a disposición de la libertad de expresión y también de la inalienable libertad creativa e individual. Ahora nos lega una obra excepcional y perdurable, no sólo para Argentina sino para toda América Latina. El trabajo de los que quedamos en la tierra es revisarla y darle su lugar dentro de la tradición.

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