Compartimos Misterio del cuarto cerrado: hombres hablando bajo llave, el prólogo de Yuri Herrera para Narcoleaks. La alianza México – Estados Unidos en la guerra contra el crimen organizado, el nuevo libro del periodista y cronista mexicano Wilbert Torre. El libro lo publicó la editorial Grijalbo.

1.

¿Quién hizo esto?  Lo hicieron los mercados, las autoridades, las presiones inflacionarias, el crimen organizado. Hoy parece más que nunca que estamos sometidos a los designios secretos de entidades inasibles y abstractas. Los ciudadanos tenemos derecho a enterarnos de los resultados de las negociaciones entre los políticos, pero no sabemos mucho de cómo los individuos toman las decisiones que nos llegan enteras y con vida propia. El ciudadano ideal es el ciudadano que acepta que le cuenten su propia historia como si hubiera sucedido hace mucho tiempo y ya no tuviera ninguna influencia sobre ella.  Más que intereses personales o de grupo, más que supersticiones políticas, manías o rencores, lo que tenemos son las impasibles fuerzas de la historia.

Una de las consecuencias de relacionarnos así con los gobernantes es que la información sobre la cosa pública ha dejado de ser patrimonio ciudadano, y sus detalles se ponen a buen resguardo como si se tratara de fotografías pornográficas en los años veinte. Pero la demanda por saber cómo se opera en los corrillos del poder no es una obsesión de pornógrafos, es un derecho. La política no puede ser el club privado al que sólo entran economistas, militares y funcionarios cuyas conversaciones nos comparten de vez en vez por medio de “filtraciones” convenientes. A ratos parece que se ha hecho lo posible por reinstalar el voto censitario para que la toma de decisiones sea asunto de unos cuantos; ante ello, hoy el periodismo de investigación tiene una importancia crucial.

En México, aun dentro de un ambiente en el cual para la clase política actual “disenso” es sólo el título de un libro, y a pesar de la ausencia de un Estado que garantice el ejercicio de su profesión,  hay periodistas que están haciéndonos un servicio al buscar y difundir la información escondida bajo los pisapapeles de la burocracia.

No es que nos falten noticias espectaculares o detalles sangrientos, los noticiarios y los periódicos están llenos de ellos. Pero el amarillismo no despeja dudas ni invita a la relfexión; por el contrario, el sensacionalismo tiene la fuerza para ocultar los hechos, al mostrar sólo su superficie escandalosa. Es como decía Martin Amis cuando Khomeini condenó a muerte a Salman Rushdie por la publicación de Los Versos Satánicos, y todo mundo hablaba de Rushdie pero nadie sabía dónde estaba: “Se desvaneció en la primera plana”.

La información de la que se nutre una sociedad democrática es más que titulares y estadísticas. El libro que el lector tiene en sus manos logra ir más allá al ofrecernos la historia de cómo una serie de inercias, obsesiones personales, equívocos y promesas incumplidas moldearon la “guerra contra el narcotráfico” que ha ensangrentado al país. Wilbert Torre se dio a la tarea, por un lado, de hacer la criba de los documentos internos del Departamento de Estado de los Estados Unidos, dados a conocer por Julian Assange a través de Wikileaks; y por otro de reconstruir las negociaciones al interior de los círculos de poder de los gobiernos de Estados Unidos y de México, gracias a múltiples entrevistas con funcionarios que le contaron lo que no aparece en los discursos oficiales. El resultado es esta narración en la cual podemos ver, sin maniqueísmos ni glorificaciones, la práctica de gobierno realmente existente.

El talento narrativo de Wilbert Torre nos permite observar a los seres humanos viscerales, improvisados, rencorosos, ambivalentes, tomando decisiones que a los ciudadanos nos llegan como producto de un proceso estrictamente racional. Entre otras razones, este libro es importante porque delinea personajes y escenas que, ahora que el gobierno de Felipe Calderón ha terminado, servirán para explicarnos el origen del desastre, y porque, también, da un paso atrás para mirar de manera serena el contexto en el que estos personajes actuaron.

2.

Entre los personajes que nos dejan las páginas del libro destaca, por supuesto, el presidente Felipe Calderón Hinojosa, un presidente que, define con tino Wilbert Torre, prefirió comportarse más como un jefe policíaco que como un jefe de Estado. Y en esa imagen de sí mismo pueden localizarse las contradicciones con las que no supo lidiar.

Muy al inicio de su gestión, un día a Barack Obama se le ocurrió comparar a Calderón con Elliot Ness, el legendario némesis de Al Capone, y Calderón aceptó la comparación sin reparar en la ironía subyacente: Elliot Ness es ese moralista que dedicó sus mejores años a aplicar la ley de una prohibición absurda y que, una vez que la prohibición terminó, continuó su carrera en Cleveland, donde mejor se le recuerda por haber incendiado barrios pobres de la ciudad en busca de un asesino en serie que nunca pudo encontrar. Sintomáticamente, al perder ese trabajo fue a trabajar en la Oficina de Defensa, dirigiendo una campaña contra las “enfermedades sociales”.

El Calderón que vemos en Narcoleaks es un hombre impermeable a la crítica, convencido de que los inconformes con sus prioridades y sus métodos están colaborando, consciente o inconscientemente, con sus enemigos. Se empeña en que todas las decisiones importantes, y aún las que no le corresponderían (como el seguimiento de operativos para detener traficantes en Ciudad Juárez), pasen por su escritorio para darles el visto bueno. Paradójicamente, se entrega al mismo tiempo a la versión de los problemas que le da su Rasputín particular, Genaro García Luna, que cumple su trabajo a la perfección en la medida en que está en perfecta sintonía con el héroe autoungido. Calderón disfrazándose de militar, Calderón emprendiendo la guerra, Calderón dando manotazos en su escritorio. El manotazo como filosofía política.

El problema, se le repitió una y otra vez, pero Calderón nunca quiso entenderlo, no fue combatir de frente al crimen organizado, sino hacerlo improvisadamente: declarar la guerra y luego afirmar que nunca se dijo la palabra guerra sólo para que los medios sacaran a la luz las múltiples ocasiones en que sí lo dijo, y descubrir tardíamente que había mucho que hacer antes de convertir lo policíaco en el principio rector de su gobierno.

Un gobernante que, antes que otra cosa, se concibe en tiempos de paz como un jefe policíaco o como un mando militar no puede ser un líder democrático. La lógica de la guerra es incompatible con un régimen democrático. Por eso es que Calderón, el que como militante panista combatió el autoritarismo priísta, fue insensibilizándose conforme avanzaba el sexenio: es la ceguera bélica lo que, por ejemplo, lo hizo condenar a las víctimas del asesinato de los muchachos en Villas de Salvárcar, a quienes erróneamente relacionó con el crimen organizado apenas unas horas después de la matanza, y es por esa ceguera que desdeñó las muestras de inconformidad de la población como un mero “problema de percepción”

La oposición no lo comprendía, los ciudadanos no lo comprendían, los estadounidenses no le cumplían. El antiyanqui humanista católico que había vencido sus propios prejuicios para ganar exitosamente la guerra, no encontraba aliados.  Hombre que se ganó su propia soledad, Calderón es el que hacia el final de su mandato se atreve a decir públicamente acerca de sí mismo: “creo que la providencia decide colocar a la gente acertada en el momento adecuado”

Otro personaje revelador en esta serie de historias es el del embajador de Estados Unidos en México. Los embajadores Garza y Pascual, hombres educados, hombres de buena voluntad, que, en consonancia con la historia de las relaciones entre nuestros dos países, de un modo o de otro invariablemente descubren que lo mejor para México es que haya tropas estadounidenses en nuestro territorio. Los embajadores evalúan a los funcionarios mexicanos, sondean sus opiniones, califican qué tan bien hablan inglés, deciden qué tan cómodamente se puede trabajar con ellos. Y se inmiscuyen, literalmente, en la intimidad de la  clase política mexicana.

Vale la pena hacer un paralelo con lo que decía Francis Scott Fitzgerald en su cuento “The Rich Boy” sobre los muy ricos: “ellos son distintos de ti y de mí, disfrutan tempranamente y eso los hace blandos donde los demás somos duros, y cínicos cuando somos confiados, creen, en lo profundo de sus corazones, que son mejores que nosotros, porque nosotros debemos descubrir por nosotros mismos los refugios y compensaciones de la vida”. Los embajadores se movieron en estos años en un mundo distinto al de los ciudadanos de a pie, se trenzaron con la oligarquía local con un estilo que recuerda los acuerdos cupulares y copulares de las viejas monarquías europeas: uno se casó con la mujer más rica de México, el otro inició una relación con la exesposa del jefe de asesores del presidente Calderón. No se trata de su vida privada, sino de cómo ésta se entrelaza con los asuntos públicos. Ambos funcionarios utilizaron todas las artes proconsulares de las que debe hacer gala un embajador estadounidense que se respete, para conseguir que la influencia de los Estados Unidos se extendiera más allá del mandato de Calderón.

Cuando el presidente de México se enteró, gracias a Wikileaks, de las opiniones críticas del embajador Pascual sobre la manera en que su gobierno dirigía la lucha contra el narcotráfico, se encolerizó y le cerró todo acceso a su círculo cercano. ¿Por qué se ofendió tanto Calderón con esas revelaciones? ¿Qué esperaba? ¿Pensaba que estaba lidiando con un admirador y no con el enviado de un país cuyo lema es “tenemos intereses antes que amigos”? Quizá lo que lo encolerizó fue que súbitamente se descubrió como uno más, un ciudadano de segunda, desinformado, que debe enterarse por filtraciones de lo que sucede a sus espaldas.

O quizá fue que Calderón no comprendía cómo, si uno de los mayores logros de su gobierno fue romper viejas inercias nacionalistas para permitir mayor injerencia de los Estados Unidos en México, los estadounidenses nunca terminaron de confiar en cómo hacía las cosa

3.

El maniqueísmo del discurso del gobierno mexicano, que distingue entre los que están dispuestos a combatir el crimen y los que lo apoyan con su pasividad, tiene su correlato en el discurso que los Estados Unidos ha articulado desde hace décadas con respecto a las drogas y que apenas busco un nuevo objetivo a partir de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. La política, en esa lógica, no deja espacio para la disidencia ni para los matices. Por ello hay resabios de la retórica y de los métodos de otra época en esta guerra “post-ideológica”.

Muchos de los militares y policías a cargo de combatir el narcotráfico fueron formados en las mismas escuelas en las que se formaron los militares que libraron la guerra fría. Calderón confió en el gobierno estadounidense y se creyó la consigna de que la soberanía es un concepto de otros tiempos, cuando en realidad el concepto sigue siendo vigente del otro lado de la frontera. El día que Estados Unidos acepte formar parte de la Corte Penal Internacional o el día en que haya efectivos mexicanos haciendo trabajo policíaco en territorio de Estados Unidos tal vez sea posible creer otra cosa.

Ése es el contexto en el que se firmó el Plan Mérida, que proveería recursos, armas, entrenamiento, para que la guerra contra el narcotráfico fuera exitosa. Sí hubo colaboración, sí hubo entrenamiento de efectivos mexicanos, y buena parte de esos recursos sirvió para comprar armas de los propios estadounidenses. Hoy, México es el principal comprador de armas de EU en el continente.  Nunca, en tiempos de paz, había habido tal presencia de fuerzas militares y policíacas de EU en territorio mexicano. Es síntoma de un cambio de paradigma, decían, y creían, los funcionarios calderonistas; es el inicio de un nuevo paradigma que prioriza la colaboración y el intercambio de información, para enfrentar un enemigo común. Pero ese enemigo sigue ahí, el tráfico de drogas sigue boyante, y hoy hay más violencia que nunca. Así, más allá de discusiones sobre nacionalismos ¿exactamente para qué sirvió ese cambio de paradigma?

Tardíamente, Calderón recuperó su vena nacionalista, pero apenas le sirvió para inaugurar un anuncio espectacular en Ciudad Juárez, mirando hacia el otro lado. El cartel dice “No más armas”. Seguimos esperando la toma de conciencia de los traficantes.

4.

Hay que subrayar que éste no es un libro exclusivamente sobre las obsesiones o los yerros de un político terco y el círculo que lo rodea, sino también sobre las pifias, incongruencias y abusos de los distintos gobiernos estadounidenses que han continuado la “guerra contra las drogas” echada a andar por Nixon y agudizada por Reagan. (Nixon y Reagan, nada menos, dos de los presidentes de EU más intervencionistas e intolerantes, son los artífices de esta empresa en la que ahora ponemos los muertos.)

El combate a las drogas, dice Wilbert Torre, es el tema en el que los polítcos estadounidenses han cometido algunas de las estupideces más criminales de las últimas décadas. La guerra contra las drogas ha servido como ese pretexto permanente que alimenta la pulsión militarista de los Estados Unidos aun cuando no haya otra guerra en marcha. Han dedicado a ella cantidades obscenas de dinero que no han traído resultados importantes. Por más capos que se detenga y condene, el negocio no ha disminuido, el consumo no ha desaparecido , y la violencia se ha recrudecido.

En Narcoleaks podemos ver cómo la DEA, ése organismo que sólo es superado por Starbucks y MacDonalds en su presencia en el mundo, es una oficina ineficaz, diezmada por la corrupción, en permanente competencia con otras oficinas del gobierno de los Estados Unidos, e invariablemente suspicaz frente a sus pares mexicanos. Vemos cómo la burocracia encargada de perseguir criminales infla rutinariamente sus cifras para conseguir mayor presupuesto. Nos enteramos de cómo por un lado crean una fuerza de tarea para encontrar y detener al Chapo Guzmán mientras  por otro lado agentes hacen tratos con la gente del Chapo para combatir a grupos rivales. Comprobamos que la DEA echa mano constantemente de informantes confidenciales cuyas confidencias resultan falsas, y cómo se fabrican culpables para tener algún resultado qué presumir.

Pero nada de esto ha detenido la guerra porque es una guerra conveniente, justamente porque no es la clase de conflicto que se resuelva con un armisticio o la rendición de un jefe claro, y porque es una guerra que se libra en otra parte. Y es conveniente porque es posible ajustarla a las necesidades del momento. Una y otra vez, leemos, el gobierno de los Estados Unidos ha hecho lo posible por vincular al narcotráfico con el chavismo y con el terrorismo musulmán, sin que hasta el momento hayan encontrado pruebas de una relación orgánica o planes conjuntos, pero la mera hipótesis extiende los alcances de la guerra.

5.

“Peña Nieto será como el pan blanco”, dice un funcionario estadounidense al final del libro, refiriéndose a que tal vez el priísta acepte sus propias limitaciones intelectuales y ponga a gente capaz a resolver los problemas. Un pan blanco al que se le puede untar lo que uno quiera. Un tentempié que es un hombre que es un tentempié, conveniente a cualquier hora. Es por hallazgos como éste que Narcoleaks es un libro necesario; no sólo tenemos datos duros de primera mano, sino que observamos a la gente que se pasea entre esos datos duros y toma decisiones basándose en sus prejuicios, sus miedos, sus deseos. Muchas de las cosas que nos están pasando son consecuencia de algo más que políticas públicas que han chocado con circunstancias adversas; también son el producto de batallas cortesanas que es necesario conocer para entender con quién lidiamos y para descubrir que nuestra suerte no es una fatalidad. Estos episodios merecen ser parte de nuestra memoria, y pueden ayudarnos, hoy, a exigir otra forma de hacer política, porque también la guerra está en los detalles.

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*Yuri Herrera  nació en Actopan, México, en 1970. Estudió la Licenciatura en Ciencias Políticas en la UNAM y la Maestría en Creación Literaria en la Universidad de Texas, en El Paso. Es candidato a Doctor en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad de California, en Berkeley.
Editor de la revista literaria El Perro, su primer libro, Trabajos del reino, obtuvo el Premio Binacional de Novela Border of words/Frontera de palabras (Estados Unidos-México) en 2003.

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