Foto: T. Hunt
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La editorial Garrincha Club acaba de publicar El equilibrio, primer libro de no ficción de Pedro Mairal, autor de las novelas Una noche con Sabrina Love, El año del desierto Salvatierra, del volumen de cuentos Hoy temprano y más recientemente de El gran Surubí, novela gráfica y en sonetos publicada por entregas en revista Orsai en 2012, y editada como libro en 2013. Es decir, el terreno de Mairal como escritor ha sido siempre la ficción, y sus columnas en diario Perfil -que son las que componen el volumen del que hablaremos aquí-, más bien un trabajo, que entregó religiosamente cada jueves entre 2008 y 2012, y que fueron publicadas cada sábado durante esos años. Cuando le llegó la propuesta de seleccionar algunos de los 270 textos escritos hasta entonces para publicar un libro, se dio cuenta de dos cosas: de que una etapa indefectiblemente se cerraba y ya no escribiría más esas columnas, y también de que el resultado sería, hasta el momento, su trabajo más personal.

Y es personal en más de un sentido; el prólogo está escrito por su padre, Héctor Mairal, e ilustrado por su hijo Franciso. Y en los 90 textos elegidos, en los que hay política, literatura, amor, tránsito, aparatos, calles porteñas, empedrados entrerrianos, ruido, alienación, fútbol y el tiempo que pasa, está siempre Mairal en el papel de observador oculto.

Un tema recurrente en los textos de El equilibrio es el extrañamiento hacia los nuevos dispositivos tecnológicos. ¿Así convivís diariamente con los aparatos?
Vivo la tecnología entre la curiosidad, el horror y el rechazo. Por momentos me siento atrapado en una especie de alienación: vinculado con demasiada gente, demasiado tiempo online viendo pavadas, pegado a contactos telefónicos, a mensajitos… Me di cuenta de eso el día en que me robaron el celular. Fue muy extraño. Primero, porque te quedás sin reloj. Y segundo, porque de pronto no podés decirle a lo demás dónde estás. Si concertaste una cita, y estás sin celular, tenés que confiar en que el otro no la vaya a postergar. Y me pregunto cómo el cerebro se va adaptando a todo eso. Evidentemente hay algo humano en esa tecnología: exalta o acelera algo que ya está en el cerebro. Ahora, ¿qué está produciendo? No sé. Tener todo el día el cuerpo frente a una pantalla, esa actividad cerebral en total quietud ¿qué provoca? Uno de los textos del libro se llama Polaroids por telegrama, y es sobre Instagram. Lo que digo ahí es que hace 20 años que las cosas se quedaron quietas. La gente no cambió. El cambio fue de la pantalla hacia adentro. Nos seguimos vistiendo como Kurt Cobain pero tenemos iPhone. Pareciera que en el momento en que prendimos la compu a fines de los ’90 nos despreocupamos del look y nos empezamos a preocupar por la identidad digital, por el avatar. Pero la gente se sigue vistiendo más o menos igual. El último cachivache estilístico de la moda pasó en los ’80. Después se difuminó. Hace dos décadas que no cambiamos. Como Bart Simpson.

¿Y eso atenta contra la introspección?
A mí, por ejemplo, me da la sensación de que ya no puedo leer. Me está costando mucho tener calma cerebral para leer y también tiempo real sin interrupciones. A principios de año hice el intento de desenchufar el Wi-Fi por la mañana, y en algún momento volví, no pude sostenerlo. Mientras duró fue bueno: me desconectaba y tenía tiempo para leer. Ahora no.

¿Al escribir te pasa lo mismo?
Sí, también. A las notas de Perfil me costaba mucho hacerlas. Llegaba el jueves, eran las 11 de la mañana, tenía que entregar a las 2 de la tarde y todavía no había escrito una línea. Tenía que dejar de mirar internet, los mails, Twitter, esa calesita cerebral en que te pasás todo el día sintiendo que hiciste algo, pero en realidad no hiciste nada. Escribiste un poquito, miraste los tweets, te metiste en los mails, contestaste, miraste esto y aquello, pero no hiciste nada.

¿Creers que los readers van a cambiar nuestra relación con la literatura?
Bueno, imaginate dos tipos de vacaciones. Uno tiene En busca del tiempo perdido en papel y ningún otro libro. El otro tiene en su Kindle En busca del tiempo perdido y 99 libros más. Me da la sensación de que el hecho de tener un solo libro en papel te atrapa, te limita, pero a la vez te libera. Tenés solo ese libro, y tenés que hacer el esfuerzo de leerlo; esa limitación te mete en una frecuencia de lectura que necesitan ese tipo de obras. El que se fue de vacaciones con el Kindle hace zapping de libros. Empieza En busca del tiempo perdido, dice “che, qué largo, qué difícil”, y abre otro, abre Ana Karenina, y dice “uy, este también es re largo”. Quizá lo que pase es que va a haber novelas a las que vamos a llamar “analógicas”, y que necesitan un tiempo de lectura que la gente ya no va a tener más.

¿Y eso modificará también nuestro modo de hacer literatura?
Tal vez la literatura se convierta en una cosa picadita: en una serie de párrafos o de relatos cortos… Son cosas que me pregunto. Igual a la novela la declaran muerta cada 6 meses ¿no? En este sentido me interesa lo que hace Hernán Casciari con los párrafos. Él sabe escribir para Internet, desarrolló su estilo en Internet. Es interesante ver eso como una estrategia de escritura alentada por las nuevas tecnologías. Algo parecido pasa con Twitter: no sé qué se va a desprender de la imposición de tirar una idea en solo 140 caracteres.

Hay cambios también en la “etiqueta”, por así llamarla. Cada vez más mails que se envían sin una introducción, mensajes de texto que empiezan sin un “Hola, qué tal…”
Ya no va a haber tiempo para el “Hola, qué tal”. Y nadie se va a ofender. En algún momento resultaba muy ofensivo que en una charla de tres uno mirara su celular. Ahora es totalmente normal. Ya está aceptado que la gente tenga una parte del cerebro en la nube. Se producen reuniones paralelas: estás en un lugar poniendo la cara, y también estás en una reunión en Twitter. Para mí es una modificación muy profunda de comportamiento y, sobre todo, provoca algo a nivel de “picar el tiempo”: todo lo que es analógico está dando impaciencia. Por ejemplo, tener que comer. O tener que dormir una determinada cantidad de horas. El cuerpo va a seguir siendo analógico; necesita un tiempo analógico. Y ese picadito temporal puede hacer que terminemos con el lapso de atención de una gallina, que mira una cosa y *cloc*, de pronto está mirando otra.

 el-equilibrio-de-pedro-mairalOtro tema recurrente en El equilibrio es justamente el del paso del tiempo. Que el prólogo haya sido escrito por tu padre y las páginas estén ilustradas por tu hijo, ¿fue una manera de juntar a tres generaciones para que coexistan en un mismo lugar, por siempre?
No lo había pensado de esa manera. Hay algo en la idea de poner los dibujos de mi hijo y el prólogo de mi viejo que me resultó natural y necesario. Primero le propuse a mi hijo hacer los dibujos y luego, cuando iba a dedicarle el libro a mi viejo, me pareció que quedaba desbalanceado. Entonces pensé en pedirle el prólogo. Me parece interesante esa especie de “cosa de a tres”; las tres generaciones se condicen con muchas cosas de las columnas en sí. Sobre todo con Día hábil. Supongo que incluir los dibujos de mi hijo y el prólogo de mi padre es un intento de enganchar algo que está desenganchado. Me gusta la idea de que un poco enganchás y un poco no, y es necesario que no enganches del todo, porque tu hijo es otro, y es de otra época. Por más narcisismo que tengas y que quieras que se parezca a vos y que le gusten las mismas cosas, es otra persona que va a hacer otras cosas. Y está buenísimo que mi viejo me lo diga en el prólogo: “gracias por ser tan distinto”. Me pareció una iluminación de su parte.

Esto que decías, de llegar al jueves y que te carcomiera la ansiedad por no haber escrito nada, ¿te llevó a aplicar alguna técnica?
En algún momento aprendí a hacer algo parecido a un tobogán: estructuras verbales con un envión; una especie de sintaxis que va provocando una numeración, en el intento de que el lector resbale por esa sintaxis y al final dé un saltito y aterrice. Siempre me gustaron los textos cortos porque soy muy vago. Pero siempre necesité esa adrenalina de los jueves para hacerlas, y no las podría haber escrito sin ese pasarla mal.

Tu época más activa en el blog “El señor de abajo” ¿te ayudó de algún modo en la escritura de estas columnas?
Con el blog aprendí a armar personajes que afilaban la observación; no sé si cínicos, pero sí algo pesimistas. Personajes que se permitieran contar sensaciones como la de llegar a la sala de embarque de un avión, ver al resto de los pasajeros y pensar: “bueno, acá está el resto de las víctimas”, ver el tipo de ropas que llevaban, a ver cuál era más inflamable, quién si iba a chamuscar primero si el avión se estrellaba, cosas así. Los textos para Perfil me permitieron ubicarme también en ese lugar. Al principio me ataba al tema semanal, porque la convocatoria era esa: sustraerse a algún tema de la semana. Pero después me di cuenta de que si no lo hacía, nadie me decía nada; me di cuenta de que no me iban a echar si contaba cosas chiquitas y fuera de la coyuntura. ¿Viste Kafka en el diario cuando escribe: “Hoy Alemania le declaró la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”? Bueno, esa idea de que sí, la gran coyuntura existe, pero la voy a contar casi desde abajo del agua.

A diferencia del resto de tu obra, estos textos son en su mayoría aguafuertes o mini crónicas. ¿Qué te interesa más de este modo de no ficción?
Algo que tiene que ver con la incomodidad física, corporal, del tipo contando algo una vez que está metido en situación. Me parece que el cuerpo siempre narra mucho más. La idea, por ejemplo, de que subís a ver el Partenón, pero tenés ganas de hacer pis.

Si ya no hacés más estas columnas y el mundo está lleno de distractores, ¿qué va a pasar con tu escritura?
No me parece que el sistema para escribir una novela sea desconectarme o dejar trabajo; creo que eso es una mentira, una excusa. He escrito cosas en medio de grandes quilombos. Es cierto que para escribir una novela larga necesitás un costadito medio oficinista de sentarte y no levantarte más, pero cuando realmente tenés ganas de escribir, no te para nadie. Lo que pasa es que hasta que no encuentro una historia fuerte que me arrastra, que me lleva, como me pasó con El gran surubí, no me siento a escribir algo largo. Quizá tendría que aprender a escribir un libro de esos que se buscan a sí mismos; esas novelas en las que el autor busca la historia. Nunca hice eso. En Una noche con Sabrina Love había que llegar a Sabrina Love; en El año del desierto había que llegar al pastizal; nunca escribí sin conocer ese movimiento previo. Igual, a cada libro hay que inventar cómo escribirlo

Por último, esa nostalgia o sensación de desengaño que se desprende de varios textos ¿suponen que detrás hay un autor pesimista o infeliz?
No, no, en realidad tiene que ver con la felicidad del lenguaje. Esa es la gran venganza del pesimista: sí, la vida se va desarmando, sí, envejecés, es todo una gran ruptura de cosas, un gran revolcón, a veces hacia abajo, pero lo voy a escribir. Y eso me salva. Y no quiero solo que me salve a mí, quiero mostrarlo con cierta gracia para que los demás digan “ah, mirá, me pasa lo mismo”. Y ahí está la felicidad del lenguaje: poder hacer algo que provoque una empatía. A eso me refiero también con el tobogán verbal: que el lector se suba y disfrute ese viajecito, ese declive verbal, y sienta cierta catarsis, cierta liberación, se sienta identificado y se diga: “mirá como dice esto que yo había pensado”. Se trata, finalmente, de conectar un poquito. Así que no soy tan pesimista. Lo que soy es un exagerado.

Entrevista: Ana Prieto.

 

One thought on “La venganza del pesimista

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