Compartimos aquí un texto de Juan Mendoza, quien estará coordinando el taller Periodismo desde las calles. Este artículo fue publicado por la revista Mavirock en su número 33.

Nació producto de una violación, conoció la cárcel y el manicomio. Fue ladrón y héroe solidario, drogadicto y líder social. Sobrevivió a tiroteos, aunque el rival más difícil que tuvo que enfrentar fue su adicción al paco. Paria entre los parias, antes de cumplir los cuarenta años, comenzó a castigarlo un tumor maligno que no le dio tregua. Pero esta enfermedad terminal tampoco logró que mermaran sus ansias de vivir para los demás.

La historia de Gustavo Benítez quedó trazada en numerosas calles y esquinas de la villa que lo albergó desde niño: la 21 de Barracas. Pese a cargar con el estigma de los que son vistos como nacidos para perder, logró emerger de sus cenizas de penurias y violencias y materializó sueños que, a los ojos de muchos, se presentaban como imposibles: desde pavimentar una calle, lograr que distintas bandas armadas de jóvenes dejen de matarse entre sí, crear una ONG, o idear una escuela de oficios, que hoy se llama Centro de Formación Profesional  Nº 9 y que alberga a mil inscriptos por año.

“A mí me atrapó su forma de ser, su forma de hablar, las cosas que quería compartir, lo que te enseñaba. Era un chabón con un re corazón, cuando vos hablabas con él, ya te compraba. Pero no me  conquistó solo a mí: una vez nos juntamos y éramos ciento veinte muchachos alrededor de él. En el barrio todo el mundo lo conocía y en ese tiempo estamos hablando de entre quinientos a mil pibes. Y la mayoría andaba en la joda, pero todos lo respetaban, lo querían… Era muy carismático y muy impulsivo para el bien, muy inquieto, siempre con ganas de hacer algo” cuenta Maxi, amigo de Gustavo y hoy uno de los referentes de Vientos Limpios, la ONG que Benítez creó a principios del año dos mil.

Mucho antes de que comenzara esta parte de la historia, la vida de Gustavo se deshace en retazos de versiones, fragmentos de relatos sobre su niñez y una juventud signada por hechos vinculados a lo delictivo. “Fue uno de los primeros de la villa que salió a robar afuera- recuerda Maxi- Uno de los primeros chorros que hacía robos importantes, y que cuando volvía de ganar, repartía cosas para el barrio”

Fuera de la ley

A lo largo de su corta existencia, Gustavo parece haber llevado varias vidas comprimidas en una sola. Llegó a la villa a fines de los años setenta cuando tenía siete años. Venía, junto a su madre y a su padrastro, de la provincia de Misiones. Era la segunda vez que su mamá intentaba ganarse la vida en Buenos Aires. En su primer viaje había quedado embarazada luego de haber sufrido una violación en una casa de familia donde realizaba tareas de limpieza. De aquel aciago hecho, había nacido Gustavo. Desde muy chico se caracterizaría por su personalidad indómita y un espíritu travieso. Rasgos que alimentarían sus ganas de experimentar sensaciones extremas. Como las que lo llevaban a colgarse del tren que pasaba cerca de la villa para luego arrojarse cuando llegaba a la avenida Iriarte. Este juego osado terminó cuando, en uno de aquellos saltos, no pisó bien al bajar y el tren le amputó parte de dos dedos del pie.

 Durante su adolescencia, los riesgos a los que se enfrentó, tuvieron un contenido muy diferente. Por ese entonces, ya tenía siete hermanos menores y su familia comenzó a ser golpeada por turbulencias de todo tipo. Gustavo empezó a robar hasta que cayó preso y permaneció detenido entre tres y cuatro años. Cuando recobró su libertad, su historia ya había quedado prendada en el imaginario de muchos vecinos de la villa como la del ladrón solidario: “En esta primera etapa él ya era re famoso. ¿Quién no lo conocía a Gustavo? Gustavo era Gustavo… fue uno de los primeros ladrones del barrio, pero no robaba adentro de la villa, robaba afuera. Era un estilo Robin Hood… Me acuerdo cuando llegaba y después se ponía repartir cosas: remeras, zapatillas, un montón de cosas…” dice Javier, otro de sus amigos y que también compartió desde el vamos la experiencia de Vientos Limpios.

La salida de la cárcel lo encontró a Gustavo sumergido en un mar de adicciones por lo que terminó internándose en una granja de rehabilitación. Ninguno de sus amigos recuerda con precisión cuánto tiempo estuvo internado, pero algunos aseguran que se ausentó del barrio “algunos años”. La próxima vez que volvieron a verlo, fueron muchos los cambios que notaron en él. “Era otra persona, -afirma Javier- Siempre fue de buen corazón, pero ahora se lo veía totalmente espiritual. Se había hecho evangélico y al toque empezó a laburar de tachero adentro del barrio. Y siempre lo veías hablándole a los pibes de los cuidados que tenían que tener con la falopa y con la calle”. Por el lugar que se moviera, era muy común verlo a Gustavo seguido por su perro, que él había bautizado como Siniestro.

En uno de los viajes que realizaba con el taxi adentro de la villa, fue interceptado por un muchacho, que de pronto comenzó a disparar sobre el auto. Gustavo llevaba un pasajero que, supo después, estaba enfrentado a muerte con el que realizó los disparos. Uno de los tiros impactó en un ojo de Benítez, dejándolo parcialmente ciego de manera definitiva.  “El barrio estaba picante, pero picante de verdad –recuerda Javier- Todos los días se cagaban a tiros. Hoy en día hay gente sentada afuera tomando mate, pero en ese tiempo tenías que estar adentro porque te comías un balazo de cualquier lado. Cuando él salió del hospital, dijo: ‘se están matando… los pibes se están matando entre ellos. Tengo que hacer algo para poder juntarlos a todos…’ Y acá es donde arranca su nueva etapa”

Lo mejor de lo peor

El espacio físico donde comienza a gestarse esta nueva parte de la historia también tuvo componentes estrambóticos. Sobre la casa donde vivía su familia, Gustavo logró edificar una loza, y se fue a vivir allí arriba. “Se armó una carpita hecha con una lona de camión y la apuntaló con unos palos. Puso una cama y una cocinita. En ese rincón nos empezamos a juntar los pibes, hasta que él pudo hacerse ahí una piecita” cuenta Maxi. Los que paraban en la esquina, empezaron a hacerlo en su casa. Gustavo los invitaba sin un objetivo aparente. Todos consumían marihuana y descubrieron que ahí podían hacerlo sin estar expuestos. “El veía mucho más allá –dice Maxi- sabía que no iba a poder sacarnos a todos de la falopa de un día para el otro. Entonces él nos decía: ‘fumen faso, pero merca acá no’ y alcohol permitía muy poco”.

A estos encuentros decidió sumarle partidas de ajedrez y de ping pong, además de cantar y tocar la guitarra, algo que hizo hasta sus últimos días; ingredientes que hicieron que la afluencia de jóvenes fuera en aumento. El dato llamativo, tanto para los que allí concurrían como para los vecinos que observaban atentos ese ir y venir de gente, era que al carecer la casa de escaleras, los chicos tenían que trepar por una soga para sumarse a la ranchada.

“La casa era un lugar de consumo, pero también pasaban otras cosas: hablábamos de política, de cambiar la realidad, de comprometerse. No estábamos pensando a quién ir a apretar o qué robo ir a hacer, o quién es más poronga… sino que estábamos hablando de otras cosas y con él encontramos un espacio donde podíamos hablar esas cosas” Julio, vecino y amigo de Gustavo, fue uno más de los que integraron aquellas primeras ranchadas. El hecho de que se haya podido disminuir el grado de violencia que asolaba a la villa en los años noventa y principios del dos mil,  fue para Julio el logro más significativo de Benítez. No duda en calificar a los enfrentamientos armados que se daban entre distintas bandas como “una verdadera matanza”. El trabajo social que impulsó Gustavo, asegura, fue el puntapié inicial para detener aquella guerra barrial: “Yo creo que él tuvo la inteligencia o la visión de que se podía hacer algo por los chicos que estaban con problemas con la policía o que habían salido de estar presos o tenían hechos violentos encima o problemas con la falopa… Esto de decir: ‘no vamos a poder seguir resolviendo esto a los tiros, o decidiendo quién camina por acá y por allá no… hay que buscar otra manera y sino lo hacemos nosotros no lo hace nadie’  ”.

Los primeros pasos fueron pequeños, silenciosos, pero reales. A la veintena de chicos que de manera constante paraba en su casa, Gustavo comenzó a entusiasmarlos para que realizaran changas dentro del barrio. Corría el año dos mil uno y la crisis económica que atravesaba el país golpeaba aún más duro a los que menos tenían. Javier recuerda cómo fueron esos pasos iniciales que marcaron el comienzo de Vientos Limpios: “Él nos decía ‘cada uno de ustedes sabe hacer algo: albañilería, carpintería, plomería, electricidad, pintura…’ Entonces se iba y al rato volvía: ‘¡Ya tenemos algo para hacer! Hay que podar el árbol a la doña que vive en el fondo. Y vos que sabés de electricidad tenés que ir a…’ Y así conseguía changas para todos. Cortamos árboles, limpiamos zanjas, arreglamos techos… hicimos de todo en el tiempo de la crisis… era una forma de poder comer, de llevar algo a tu casa”

Las actividades comenzaron a multiplicarse y las manos para realizarlas, también. A las changas de oficio, Gustavo propuso sumarles que salieran a pintar los frentes de las casas de la villa. El pago solía ser una gaseosa o algunas monedas que sumaban para la compra de más pintura. Después, como los camiones de basura no entraban a la villa, decidió armar un carro y salir con algunos chicos, casa por casa, a recolectar la basura.

La gente observaba que este constante movimiento de tareas eran llevadas adelante por muchos jóvenes que no gozaban de la mejor fama en la villa. El recelo y hasta el temor de algunos vecinos, poco a poco fue transformándose en agradecimiento. Las calles comenzaron a estar libre de basura, los frentes de las casas lucían mejor, lugares donde antes se aglomeraban decenas de chasis de autos robados pasaron a convertirse en espacios limpios y de recreación para los niños del lugar. “Al principio nadie nos creía nada, además éramos mal visto por la gente del barrio –cuenta Javier- Pero Gustavo cambió esa mirada. Él salía, caminaba toda la villa y hablaba con la gente. La chispa la tenía él”.

Bajen las armas

Sin embargo, el mayor problema aún no estaba resuelto: las rivalidades a muerte que se daban entre distintos sectores de la villa. Gustavo ya les había transmitido a los chicos su proyecto de crear una organización que generara puestos de trabajo vinculada a oficios diversos. Apostaba que esta sería la manera más efectiva de sacar a los jóvenes del tiempo muerto en el que se hallaban sumergidos y dejarían de estar “en las esquinas custodiando un fierro” cómo él mismo resumiría tiempo después.

“Un día vino con un cuaderno y nos dijo que quería armar una ONG. Ninguno le creyó nada, nos cagábamos de risa. La mayoría ni sabía de qué les estaba hablando” recuerda Javier. Pese al descrédito, Benítez comenzó a volcar sobre el cuaderno los datos personales de cada uno de los jóvenes que integraba el grupo, que por ese entonces sumaban más de cien. “Buscó diez referentes para que cada uno trabajara a su vez con diez chicos en distintas tareas. Al principio Gustavo quería que nos llamáramos los Heridos del Sur. Pero después propuso Vientos Limpios del sur, porque él decía que el viento sur limpia todo”

Con este proyecto bajo el brazo, Gustavo comenzó a hablar con las distintas bandas que estaban enfrentadas entre sí. “En esta cuestión, al principio nadie se animaba a seguir totalmente sus pasos. –confiesa Maxi- Ahí estaba todo mal, porque siempre había uno que tenía pica con otro… y así. Un día dijo: ‘Vamos a hablar con los pibes del galpón’ y nadie quería ir. Esa era una zona candente… bien picante. No sé por qué, pero yo arranqué con él. Me fui con un toque de miedo: ‘ahora nos sacan a los tiros’ pensaba. Llegamos, y empezó a charlar. Pero al toque los pibes dijeron: ‘no, no…’ Porque él siempre andaba con su libro de actas y empezó a pedirles los datos, el DNI, esas cosas. ¡Y justo estos muchachos le iban a dar el número de documento! Lo descansaban: ‘portate bien, Gustavo… qué, ¿sos ortiva ahora que pedís el DNI…?’ Y él solamente se reía, tenía una sonrisa que te compraba. Al rato, todos estos pibes que primero estaban súper reacios, terminaron como ocho o nueve alrededor de él, escuchándolo y peleándose por quién le daba primero el número de documento. Y era un mambo difícil ya estar ahí con ellos. Muchos salían a robar, defendían su territorio… Por eso yo digo que este loco estaba iluminado, tenía algo muy especial”

Para Julio fue notable el cambio que experimentaron muchos chicos a partir de la creación de Vientos Limpios: “El chabón que andaba siempre enfierrado o con cadenas de oro porque le había salido bien un choreo, de repente lo veías limpiando una zanja o pintando el frente de una casa… Gustavo tenía naturaleza de líder. Era alguien que podía hablar con un asesino que tenía captura o también con un chabón que no consumía nada de nada. Podía llegar a varias cabezas”

De manera progresiva, los que lideraban las distintas bandas, fueron acercándose a la casa de Gustavo. Incluso, se llegó a celebrar encuentros entre jóvenes que estaban enfrentados a muerte. Maxi presenció muchas de estas filosas reuniones: “Cada uno llegaba con su nueve encima, pero ahí adentro se respetaba el lugar. Llevaban el fierro por las dudas, pero uno veía que la bronca ya había pasado. Al final, después casi todas las bandas se terminaron acercando a su casa, porque con el tiempo se fue viendo que se podía producir trabajo, que se arreglaba el barrio, de a poco empezaron a ver una esperanza… un lugarcito donde conseguir algo”

Esa mirada esperanzadora se propagó por gran parte del barrio cuando a fines del 2001, y en plena debacle política y económica de la Argentina, Gustavo consiguió que se asfaltase una de las principales calles de la villa. “Lo fue a encarar a Alegre, el que fue presidente de Boca y dueño de ‘Alegre pavimento’. No sé cómo hizo pero consiguió que le donara más de cuarenta camiones de hormigón con los que se hizo el asfalto” recuerda Javier. La concreción de este hecho puntal fue de una enorme trascendencia para los vecinos y coronó una gesta social que se llevó adelante sin recursos ni pomposas estructuras.

Gustavo sintió que era el momento de ir por su sueño mayor. Pero cuando empezó a trabajar en él, los cimientos de su propia vida comenzaron a desmoronarse.

La caída

A lo largo del año dos mil dos, iniciaría lo que fue su proyecto más ambicioso y también el más difícil de concretar: una escuela de oficios. El lugar elegido fueron unos galpones abandonados de la ex DGI y que en ese entonces, estaban en manos de la mutual de la villa. Los primeros trabajos de limpieza los inició Gustavo junto a dos amigos más, luego se fueron sumando los otros chicos de Vientos Limpios. “Nosotros acá empezamos a trabajar de cero, esto era una mugre… las bases de esta escuela la hicimos a masa y corta fierro. Me acuerdo cuando empezamos: era febrero, 35 grados de calor. Y nosotros acá. Peleamos tanto por este lugar…” recuerda Javier sobre los inicios de lo que hoy es el Centro de Formación Profesional Nº 9.

Pero antes de que el proyecto se consolidara como tal, la obra pasó a estar supervisada por el Ministerio de Educación del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Los jóvenes de la ONG que se encontraban trabajando allí comenzaron a ser desplazados por personal que llevaba el propio Ministerio. Gustavo lo vivió como una gran frustración, ya que además del proyecto educativo, aspiraba a que la obra fuese una fuente de trabajo para los jóvenes de la villa.

A partir de entonces comenzó a producirse un desbande general de chicos que a este ese momento lo habían acompañado. Con mucho dolor, vio cómo varios de ellos volvieron a las esquinas y se sumaron al consumo de paco que ya se había propagado de manera veloz por gran parte de la villa.

Después de muchas peleas burocráticas, Gustavo logró que al menos veinticinco chicos de Vientos Limpios cobraran una beca estudiantil por trabajos de albañilería. Una parte de ese dinero, los jóvenes lo volcaron para la compra de una pequeña casita donde comenzó a funcionar la sede de la ONG. Maxi recuerda que Gustavo se las arreglaba como podía vendiendo rifas o chatarra para subsistir, pero que jamás buscó beneficiarse con sus actividades sociales: “Nunca pidió cosas para él. Incluso la platita que agarraba con sus changas, lo invertía en cosas para el barrio. Él no se compraba ropa ni zapatillas, ni siquiera comida. Cuando aparecieron los primeros dos puestos de trabajo formales, dijo: ‘van a hacer para tal y tal’. Ni siquiera dijo: ‘uno para fulano y el otro para mí’. Se los dio a un muchacho que tenía dos hijos y a otro que estuvo desde el comienzo con Vientos Limpios”.

Es por este tiempo cuando comienzan a sucederle una catarata de hechos desgraciados que no le dan respiro. La reciente muerte de su madre que había quedado postrada en sillas de ruedas luego de sufrir un acv, fue el preludio de los días negros que se le avecinaban.

Uno de sus hermanos menores había comenzado a consumir paco y para que no fumara en la calle, lo llevó a vivir con él. “Pero al tiempo Gustavo se engancha a fumar con el hermano –cuenta Maxi-. Dejaba de fumar y ahí empezaba a estar bien un tiempo, pero después, a los quince días, ya estaba todo mal otra vez…” La realidad se volvió más oscura cuando este mismo hermano muere en sus brazos luego de haber sido baleado en medio de una pelea. A los pocos meses, otro de sus hermanos cae preso. Sin tiempo de poder recuperase de estas desdichas, sufre la pérdida de un hermano más, que fallece al caerse de unas escaleras. “Ahí vimos el cambio brusco de Gustavo –recuerda Maxi- ya fumaba abiertamente paco, a full… dejó el proyecto, terminó vendiendo la casa y esa poca plata que agarró se la deliró toda en droga. Tocó fondo”.

El mar de excesos al que se entregó Gustavo lo llevaron a caer detenido primero en Olmos y luego en el sector penitenciario del Hospital Borda. Ocho meses después regresó a la villa convertido poco menos que en la sombra de lo que fue. Los vecinos lo veían deambular de un lado a otro, arrastrando una guitarra y seguido por Siniestro, que nunca se despegaba de él.

Al principio, sus amigos buscaron hacerle un lugar dentro de la casita donde funcionaba la ONG. Gustavo luchó todo lo que pudo con su adicción, pero a los días, volvía a recaer. “No pudimos seguir teniéndolo ahí porque empezaron a quejarse los vecinos – cuenta Javier- decían que ya no se podía dormir, que había mucho olor. Él nunca le decía que no a nadie, y entonces empezaron a parar ahí todos los paqueros, se hizo un lugar de consumo… hasta que lamentablemente lo tuvimos que sacar”

Al quedar en situación de calle y con un consumo tan agravado, su extravío cada vez fue mayor. Un día lo vieron caminar semidesnudo por una de las calles de la villa. Sobre uno de sus hombros, sobresalía una protuberancia del tamaño de una pelota de fútbol.

En el hospital donde terminará internado, le dirán que porta un tumor maligno y lo desahuciarán diciéndole que solo le quedan unas pocas semanas de vida.

La resurrección

“Una mañana llegó a esta oficina semi desnudo, con un colchoncito bajo el brazo… del hombro le salía una bola enorme. Me dijo: ‘Víctor, me estoy muriendo’. Estaba muy debilitado”. El dirigente político, fundador de “SOS discriminación” y también cineasta Víctor Ramos ya había conocido a Gustavo tiempo atrás cuando llevaba adelante su proyecto de película sobre la villa 21 de Barracas. Esa mañana llevó a Gustavo hasta el hospital Fernández y logró que quedara internado, aunque con un diagnóstico fatal e irreversible.

La imposibilidad de que permaneciera en el Fernández, lo llevó a Ramos a contactar la fundación Hospice San Camilo, una pequeña residencia ubicada en Olivos y que alberga a pacientes con enfermedades terminales. En este asilo, Ramos decidió filmar a Gustavo realizándole una larga entrevista. “En realidad hice esa entrevista como para que lo tuvieran más en cuenta –confiesa- Y terminó siendo el mejor documental que hice en mi vida” El trabajo de Ramos llevó por título “Vientos Limpios” y puede verse en Internet. “Lo que a mí me atrapó de él fue su idealismo, su honestidad tan despojada –cuenta Víctor- No conocí a nadie así… una persona muy desprendida, siempre pensando en el grupo, en sus amigos, en su barrio… Y siempre pensaba un poco más allá que nosotros… él siempre estaba más adelante que todos nosotros”

Gustavo Benítez vivió su estadía en el Hospice como una verdadera resurrección. Paradójicamente, mientras que su enfermedad avanzaba sobre él, el entusiasmo por hacer cosas para la villa pareció renacer ahora con más fuerzas. “En el San Camilo se conmovió mucho con el trabajo que hacían los voluntarios –recuerda Julio- Eso de que los bañaban, los vestían, les daban de comer, creo que ver eso hizo que se replanteara un montón de cosas. La última vez que lo vi, fue ahí en el Hospice. Se armó una ronda, consiguió una guitarra y me dijo: ‘escuchá, esta es para vos’. Y me cantó una canción religiosa, esa que dice: “cuando la enfermedad me agarre, sin tener nada a qué aferrarme… y seré uno mas…’ Pese al cáncer él seguía con su entusiasmo. Eso no lo perdió nunca”

María Cardozo fue una de las enfermeras que asistió a Gustavo todo el año que vivió en el Hospice y fue también la que estuvo con él en el momento de su muerte: “Cuando él llegó estaba enojado, porque quería hacer cosas en la vida y la enfermedad no lo dejaba. Toda su energía la había puesto en que se iba a operar: ‘después de que me opere, me voy a sanar y voy a poder hacer esto y lo otro’ decía. Cuando vio que ya no se podía hacer más nada… Primero pasó por momentos de mucha rabia, hasta que llegó la aceptación. Cuando él pudo aceptar que se iba a morir, es ahí cuando empieza a cambiar”.

Lo que más perdura en su recuerdo de Gustavo es que, pese a su enfermedad, no dejaba de pensar en hacer cosas por los demás: “Una persona como él, que venía con una historia tan dura, de haber pasado muchas situaciones límites, y que no tuviera rencor para con la sociedad, y que al contrario, buscara poder mejorarla… Eso habla de la nobleza que él tenía. Porque nunca lo vi preocupado por él, siempre estaba pensando en la villa. Cuando podía se iba a la villa. Pero a lo último el físico ya no le daba y entonces pedía que lo llevasen en sillas de ruedas”

Aunque su estadía en el San Camilo fue relativamente corta, alcanzó para revolucionar el lugar. Desde allí no dejaba de enviar mensajes a sus amigos de Vientos Limpios, apremiándolos con nuevas actividades y propuestas de emprendimientos laborales, como la venta de productos de limpieza dentro de la villa. Tareas que se la rebuscaba para financiar pidiéndoles una contribución a las enfermeras y voluntarias del asilo.

“Cuando lo vi, creo que esa fue la última vez que nos visitó en la villa –recuerda Javier- Lo traían en silla de ruedas. Al toque que lo bajan, fue impresionante: enseguida lo empezó a rodear la gente… Y él hablándole a cada uno, siempre con una sonrisa… Sabía que ya se estaba yendo y quiso despedirse del barrio…”

María asegura que Gustavo se fue tranquilo, porque tuvo tiempo para preparase. Una de las grandes deudas que pudo saldar estando en el Hospice fue el reconciliarse con su hijo, al que no había visto en mucho tiempo. “Los últimos días él vivió con oxígeno –recuerda María- porque tenía muchas dificultades respiratorias. El día que murió nos llamó a todos y nos agradeció por haberlo cuidado. Me dijo: ‘quedáte conmigo’. Me quedé con él y me decía: ‘ponéme oxígeno…’ y yo le pasaba oxígeno. Al ratito me pedía: ‘prendéme un cigarrillo’ y yo le decía: ‘pero te estas ahogando…’ y él insistía: ‘no importa, prendéme un cigarrillo…’ Y empezaba a toser, entonces me decía: ‘ponéme oxígeno…’ y al rato me pedía de nuevo que le acercara el cigarrillo. Él era así. Y así estuvo hasta el último respiro. Murió así. Estaba lúcido, muy conciente”.

Gustavo falleció el 24 de febrero del 2009. La obra que impulsó bajo el nombre de Vientos Limpios, hoy continúa activa y muy presente en la villa. Sin embargo, su legado mayor tal vez se encuentre en el anhelo de cada uno de los jóvenes que lo frecuentaron y que de manera silenciosa y en el más absoluto de los anonimatos trabajan día a día para construir ese lugar con el que alguna vez soñó Gustavo, donde –como decía él- “las cosas no son de nadie porque son de todos”.

 

 

 

 

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