Siguiendo con la celebración por los 85 años de Gabriel García Márquez, compartimos el segundo texto de Tomás Eloy Martínez sobre el autor de Relato de un náufragoLa imagen ante el espejo, un artículo publicado en el diario La Nación.

Gabriel García Márquez y Tomás Eloy Martínez


Las memorias de Gabriel García Márquez son tan fulgurantes como sus novelas, pero tienen la ventaja de que las vuelven a contar desde el lado de la realidad. El lenguaje respira el mismo oxígeno opulento y la misma tensión de El otoño del patriarca , el tiempo teje sus hilos de araña hechicera con un vaivén que se parece al de Cien años de soledad y, a la inversa de las novelas, donde la fuerza de la narración torna verosímil lo imposible, en las memorias todo lo sucedido parecería imposible si no se supiera que es cierto.

El punto de partida del relato ocupa más de ciento cincuenta páginas de las casi seiscientas que tiene el libro, pero sin ese comienzo no habría memorias ni tampoco, acaso, novelista. Lo que le sucede a García Márquez un mediodía de febrero de 1950, cuando le falta un mes para cumplir veintitrés años, es una epifanía en el sentido que daba James Joyce a esa palabra, es decir, la “súbita manifestación espiritual” del pasado.

Vale la pena repetir las circunstancias de esa epifanía para entender por qué la vida del autor se parte entonces -tempranamente- en dos. Eran las doce en punto de aquel día de febrero cuando Luisa Santiaga Márquez de García entró en la librería Mundo de Barranquilla y se plantó delante de su hijo mayor, Gabriel José, un joven cerril y desorientado, con cabellos revueltos y sandalias de peregrino. “Soy tu madre”, tuvo que decirle para que la reconociera. Antes de abrazarlo, le descerrajó esta invitación de vida o muerte: “Vengo a pedirte el favor de que me acompañes a vender la casa”.

No había otra casa posible que la de los abuelos, en Aracataca, la polvorienta aldea bananera situada unos cien kilómetros al sudesde de Barranquilla, y a la que en 1950 se tardaba dos días en llegar. Con sólo treinta y dos pesos en las alforjas, madre e hijo viajan hacia sus propios pasados sin saber qué ruinas van a encontrar. Atraviesan caños fluviales de pesadilla y luego toman un tren en el que no hay otros pasajeros que sus soledades. La casa que van a vender termina quedando en manos de los inquilinos de siempre, que ya han pagado más dinero del que deben, pero Gabriel se marcha dos días más tarde de la aldea natal con el tesoro de casi todas las historias que habría de contar en la vida.

Las memorias son intrincadas como un rizoma y exhalan una alegría que se ha vuelto la sustancia misma del lenguaje de García Márquez. En vez de Vivir para contarla , este libro debía de haberse llamado, quizá, Vivir para gozarla , porque hasta los peores infortunios de la miseria, el hambre y las enfermedades están narrados con un humor invencible.

Tal como sucedió con la Autobiografía de Jorge Luis Borges, que se publicó por primera vez en castellano en 1999 -tres décadas después de su edición original en inglés-, las memorias de García Márquez establecen desde el principio el entramado sutil que une la historia del escritor con la historia de su propio país. En el caso de Borges, los orígenes se remontan a guerreros de la Independencia que libran batallas bárbaras. En el de García Márquez, el linaje se pierde en las revoluciones tempranas del Caribe a tal punto que dos de cada tres personas a las que madre e hijo van encontrando en el viaje de la epifanía se llaman Cotes e Iguarán y son parientes dobles o triples de todos los demás.

Sin embargo, el coronel Márquez, el telegrafista García y todas las caudalosas familias que ambos engendran, encarnan el destino de la patria colombiana no como protagonistas -con la excepción única del autor- sino como víctimas o testigos. García Márquez y sus antepasados son el ávido viento caribe que recoge todo lo que encuentra a su paso: desde las guerras civiles de las que participa el abuelo materno hasta el fusilamiento de tres mil manifestantes durante la huelga que acaba con la compañía bananera, en 1928. El confuso episodio es contado en las memorias del derecho y del revés, con un orden tan arbitrario y a la vez tan certero que el autor no podía concluir esa parte del relato sino con una frase que tal vez defina todo el libro: “Tantas versiones encontradas han sido la causa de mis recuerdos falsos”.

Los recuerdos de la juventud tienen, sin embargo, el aire de la verdad más transparente: las escuelas en Barranquilla, las vacaciones en Sucre -en las que siempre aparece un hermano nuevo, ya venga de los once partos de la madre o de los lances de amor que vivió el padre antes y durante el matrimonio-, los cuatro años de liceo en Zipaquirá, los tumultuosos días que siguieron al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en abril de 1948 y, al fin, el poderoso tejido de amigos inseparables en el que García Márquez entra por derecho propio a los veintiún años, en la costa caribe. Todos esos detalles contados como un delta sin fin van dibujando el proceso de formación y afirmación de un escritor que ha nacido sólo para eso.

Hay varias historias paralelas en Vivir para contarla que constituyen, de por sí, novelas aparte. Una de ellas expone el torrente sexual que casi ahoga al autor, desde que a los doce años, en Sucre, lleva un recado al burdel La Hora y una de las pupilas que dormía la siesta echa la tranca a la puerta y le ordena, sin más vueltas: “Ven acá”, hasta que en la página 560 se despide de Martina Fonseca, la mujer de un práctico de vapores que lo ha adiestrado para las tretas de la escuela y para las de la vida. Otras historias paralelas son las mudanzas del hogar, de las cuales la mejor contada es también la más estremecedora: aquélla en la que la madre, que teme perder al padre para siempre en las tentaciones de Sucre, organiza un viaje desde Barranquilla, con todos los hijos, y a última hora descubre que está corta de fondos porque a los menores de doce años les descuentan sólo el treinta por ciento y no la mitad del pasaje.

Las dos que prefiero, sin embargo, impregnan todo el libro: una es la puntual novela del novelista Gabriel García Márquez, que comienza en la página 118 de las memorias. “Me costó mucho aprender a leer”, escribe allí, por la falta de lógica de un alfabeto que tiene letras mudas y otras que se llaman de un modo pero se pronuncian de otro, como la eme. A ese afluente corresponde la revelación del origen de la palabra Macondo y el punto de arranque de cada uno de los libros que ha publicado, con excepción del penúltimo, Noticia de un secuestro . En el mismo río hay que situar también las lecturas que van confirmando su vocación – Las mil y una noches , Luz de agosto de Faulkner, el Ulises de Joyce, La metamorfosis de Kafka-, las discusiones literarias con sus compadres de La Cueva de Barranquilla, y la previsible confidencia de que escribe con música de fondo.

La última es una historia de amor que empieza en Sucre, al cabo de una de las peores semanas de disipación de toda la vida. García Márquez estaba a punto de terminar la escuela secundaria cuando fue invitado a los tres bailes de gala de Cayetano Gentile, quien se convertiría, con el tiempo, en el Santiago Nasar de Crónica de una muerte anunciada . Allí encontró a una niña vestida de organza, con la que bailó las tres noches, y a la que casi en seguida le propuso matrimonio con toda seriedad. La niña le replicó: “Mi papá dice que todavía no ha nacido el príncipe que se va a casar conmigo”. Esa pasión súbita que estalla en la página 282 iba a durar sesenta años, pero en el punto en que terminan las memorias García Márquez está yéndose a Europa por primera vez, y sólo allí, en Ginebra, recibe la respuesta feliz a la carta de apremio que le ha enviado a Mercedes Barcha, la mujer con la que se casaría en 1957.

En el legendario género de las memorias, que quizá sea más antiguo que la escritura, los lectores encuentran por lo general un relato no de lo que el autor es sino de lo que querría ser ante la historia. Lo mejor que se puede decir de Vivir para contarla es que, de todos los libros de García Márquez, es el que más se le parece.

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