En el ciclo de cuentos de los lunes, compartimos La culebrilla, un relato de la escritora bahiense Valeria Tentoni. El texto se publicó en El sistema del silencio, su primer libro de relatos editado en 2012 por 17 grises.

VALERIA TENTONI / Foto: Leticia Aiello

No, nunca, eso nunca, traer hijos al mundo. Cosas para mujeres que aprendieron que los bichitos de luz no queman. Yo no. Pero Felicitas me había pedido por favor, «Por favor, un rato, tengo la fiesta de-». Siempre se está festejando alguna cosa en algún punto del globo. Yo no, apenas una guirnalda de papel crepé en mi cumpleaños, colgando, despareja, de un lado al otro de la ventana (y eso sólo hasta los diez, después nos cansamos todos de los colores trenzados).

Mi casa era una reverencia al blanco: no tenía casi nada, un par de sillones heredados de la casa paterna. La que dejamos todos una vez para irnos a hacer otra casa en otro lado, por turnos. Primero mamá. Felicitas, después; era más grande, tenía los hombros mejor equilibrados. Anchos, a un lado y otro del cuello. Le crecían como trompas. La casa, entonces, fue paterna porque mamá se había ido tan rápido que no. Ni su perfume ni la manera que tenía de doblar los repasadores, como triángulos. Ella decía que lo había aprendido cuando trabajaba, de chica, en el restaurante de sus padres, que nunca me dieron de comer en la boca simulando avioncitos.

Ella, que era mi hermana. Un pedazo del mundo que se le había caído también a papá y a mamá –todos decían que cargaba las ojeras de mamá por herencia, que se le parecía tanto, y a mí nada–. Se había casado tan chica, eso. O a mí me parecía tan chica el día que armó las valijas y metió sus cosas en cajas de cartón. Cajas de televisores que le habían dado en el supermercado. Cajas y cajas: Felicitas se casaba. Papá de espaldas al comedor, mirando por la ventana que daba al jardín y tarareando una canción de cuna que mamá acostumbraba cantarnos. Pero papá no se sabía la letra. Nunca la supo.

Cuando tuvo novia y la trajo, entendí que era mi turno. Ya estaba grande para jugar a las escondidas.

Papá tenía mujer nueva, Felicitas se había casado (¡con un hombre!), mamá era una lata de duraznos en conserva que jamás se abrió, al fondo de la alacena.

Armé mis cajas, repetí. Tuve menos que poner dentro de ellas que mi antecesora en el exilio. Alquilé un departamento por tres cuartos de mi sueldo. Ahora mi casa era un reservorio de huecos, millones de espacios en blanco.

—Por favor, ¿podés cuidarlo a Tomi? Es por hoy, es tu ahijado… La niñera está enferma, no tengo con quién dejarlo.

«Me da miedo que se me rompa tu hijo», hubiera querido responderle. Que se me rompa como una bailarina de cristal, o uno de esos souvenirs de brillo iridiscente. Que se me caiga al piso y se vuelque por mi departamento tan blanco. Que tenga hambre, o miedo, o espasmos. Que se me muera acá y yo cargue con eso. Que explote tu hijo, Felicitas, mientras yo no sé cómo doblarlo en triangulitos.

Entonces tocó el timbre. Atendí el portero después de un sobresalto del cuerpo, un susto. «Nosotros», dijo ella, a través del tubo. Y en esa palabra había una declaración, una toma. Un lugar ganado. Un montón de cajas de cartón desarmándose, haciendo salir cajas y más cajas de adentro. Una constelación de cartones elevada a la potencia del infinito.

Bajé. En el ascensor me miré de frente. No tenía corpiño puesto, sólo una musculosa blanca de morley. Mis pezones se dibujaban detrás del género, puntiagudos. Una silueta de la costra, sus bordes. Un borde de las cosas agazapadas entre las otras cosas. Ellos eran. Ellos, «nosotros». Algo que le salía al mundo como pus: sus hijos. Por ahora, uno. Pero vendrían más. Claro que vendrían más. Felicitas tenía el estómago listo para la maternidad desde que me había robado mi primera muñeca y le había sacado los ojos de plástico. Ella había dicho que para jugar a la hija ciega. Yo jamás le hubiese podido hacer eso a una de mis muñecas.

Eso que después servía para ser madre, tolerar el dolor del hijo. Yo no hubiera podido, ni por un segundo. Yo no podía.

Nosotros, y ahí eran tres. Él tenía cierta manera especial de decir las palabras, papel troquelado. Nunca me había caído bien, Felicitas lo sabía. Ella creía que eran celos. Hasta yo creía que eran celos. Cuando empezaron a salir, las primeras veces que la venía a buscar a casa, Felicitas se encerraba con el secador de pelo en el baño, como si tuviese que tomar mucho aire caliente, tragárselo, para tener coraje. O entibiarse antes de verlo, para que cuando le apoyase el cuerpo no le diera frío, como un estetoscopio. Un zumbido metálico que permanecía flotando todavía unos minutos después de que se iba, bajaba la escalera y pasaba por el comedor, le daba un beso en la frente a papá, que estaba mirando televisión. Mamá ya no estaba, y entonces me preguntaba a mí si le quedaba bien, si le quedaba lindo, si «hacer el amor» dolería mucho, si los hombres… Cosas así, preguntaba. Yo no tenía ninguna respuesta y me limitaba a subir las cejas hasta lo más alto de mi frente, para que supiese que lo suyo era casi una ostentación, una ofensa.

Nosotros, antes dos. Antes de su estómago creciendo como una trepadora. De que se rascase la espalda, justo en su parte baja. Detrás, donde están los riñones, y me dijese que le picaba mucho, que le tiraba la piel. Yo creía que era culebrilla, y no. Era que se rascaba tanto que se estaba dejando marcas, un cinturón colorado. Tanto le picaba, tanto se rascaba. La vida le estaba estirando el cuerpo y ella se dejaba, sometida a eso de convertirse en un cordel, un nudito. La piel le tiraba y eso me parecía una fantasía. Era increíble verla engordar y saber que todo iba a caer al piso.

Y vos para cuándo, y vos para cuándo, y vos para cuándo.

Día por medio, a veces cada dos días, a veces cada día, me masturbaba antes de dormir. Me costaba mucho. Se me hacía largo, no lograba concentrarme, pero esperaba mucho ese momento. Todo para después no poder, un impedimento hecho de algodón seco, seco como algodón muy seco. Y después, apenas, nada. Algodón blanco como ristras de ajo, un poco amarillentas, un blanco de rabia apagada. De delantal de escuela manchado en las axilas, un ácido roedor que fermentaba en los recreos.

Abrí la puerta de entrada, me crucé de brazos porque él también estaba ahí (los tres como una fotografía para postal a mamá en ningún lado). No me lo esperaba. Quería taparme los pezones –como dardos– que sentía creciendo, podía sentir su entumecimiento al contacto del aire frío de la calle. Habían abrigado a su hijo. Él tenía puesta una bufanda que le cubría la boca y entonces no sé si sonrió. Sé que Felicitas se adelantó y Tomás estaba detrás de sus piernas –apenas le llegaba a la cadera, rubio, un leoncito–. Y él se quedó atrás, mirando la entrega. Giró para corregirse, no había puesto la alarma del auto. Hizo sonar en el aire de la calle la estridencia del aviso. Una sirena resumida a un pitido. Felicitas me entregó también un bolso. «Adentro hay chiches, se va a quedar dormido, seguro. Hoy corrió mucho. ¿Nocierto que corriste mucho, Tomi? Contale a la tía. Hoy tuvo su primer partido de fútbol, empezó en la escuelita». Felicitas no paraba de hablar, hablaba mucho para disculparse. Sabía que yo no podía con él, que de algún modo no era justo que yo, yo que para cuándo, yo. La miré y no encontré a mi hermana. Él que no confiaba en mi barrio, que tenía miedo que le robasen el auto y que no confiaba en mí tampoco, porque estaba en ese barrio. La miré y ella tenía su nombre puesto en el pelo recién alisado.
—Volvemos temprano, llamanos cualquier cosa.

Nuestros. Ahora dos, de nuevo. La alarma volvió a sonar con su graznido ridículo, una rapsodia para habitantes de casa quinta en una zona lubricada por el verde y las empleadas domésticas. El auto se tragó a mi hermana y a su marido, y Tomás se quedó agarrado de mi mano. Me apretaba fuerte porque sabía que no podía escaparse. Estaba acostumbrado a ser dejado con otras personas. La niñera, la abuela paterna, el profesor de fútbol.

Subimos. Le dejé apretar el botón del ascensor, se divertía apretando botones. Entramos a mi casa y sentí que debía disculparme por el desorden, como si fuese un tipo de los que a veces venían. Tan pocas veces que siempre era sorpresivo y nunca estaba todo limpio, puesto para recibir.

Ya había cenado, entonces no tuve que cocinarle. Pero tenía una tarea menos asignada, también. Un punto de referencia menos. No sabía qué hacer. Volví de la cocina con un postre de chocolate que había comprado especialmente para él. Tomás ya estaba sentado en el sillón, cambiando los canales hasta encontrar dibujitos. Manchas de color fluorescente sobre fondos que tenían más calorías que el postre.

Me senté con él. Intenté hablarle, pero estaba como perdido, yéndose todo el tiempo de mi casa por el televisor. Al rato entendí que podía abandonarlo ahí y no hacía falta mucho más que rogar no se cortara la luz para el cumplimiento eficaz de mi tarea.

No se parecía en nada a Felicitas; estaba todo hecho de él.

Me puse a ordenar unos papeles en la mesa, de espaldas a mi ahijado. Sentía que un monstruo rubio como lo más rubio que hay se estaba comiendo toda mi casa. Pasaron unos minutos, y Tomás se apareció sobre la mesa.

—¿Qué hacés, tía?

Que ordenaba, que ponía las cosas una sobre otra, papeles estampados con palabras. Él todavía no sabía leer. Le pregunté si quería dibujar sobre unas hojas que yo estaba desechando. Traje algunas fibras resecas. Lapiceras, fibrones, lápices. No tenía mucho. Recolecté todo lo que había en mi casa capaz de generar filo y tinta. Lo ayudé a sentarse en la silla. ¿Cómo era el mundo de las cosas para un chico? Una silla tan grande, como un trono de rey. Una silla con patas tan altas, pobrecito.

Lo acomodé, tenía mucho miedo que se cayera y se rompiera. Que estallara en el piso de mi casa. Apenas quería tocarlo, tenía terror de rasparlo. ¿Cómo es la piel de un chico, cómo es el contacto con las cosas? No podía recordar esas sensaciones en mí de chica. Por mucho esfuerzo que hiciera, un chico tan chico se me presentaba como una incógnita. Un animal mágico que me era absolutamente desconocido.

Se quejó al sentarse, dijo que le dolía la madera. Pidió que le llevara un almohadón. Tuve que bajarlo de la silla, con cuidado de nuevo. Sacar un almohadón del sillón y volverlo a sentar. Lo levantaba y sentía que estaba izando una bandera; que el peso del cielo se abalanzaba sobre nosotros; que podía lastimarlo, sin querer; que podía llegar a querer lastimarlo, también. Ahora había quedado muy alto, en un lugar tan alto del mundo para un chico, sentado en la punta del mundo, frente a un montón de hojas impresas de un lado y blancas del otro, y una hilera de útiles descompuestos.

Dibujó círculos, ninguno completo. «Globos». Eso dijo que eran. Y tiritas de tinta azul, como ríos, en la hoja. Apretaba fuerte la lapicera, como empuñándola. Trituraba el fondo y la hoja se abría. Los globos volaban, estaban sueltos.

—Yo también voy a dibujar —le dije.
—Bueno, pero dibujá pájaros. Pájaro mamá, pájaro papá y pájaro bebé.

Eso hice. No me salían, eran todavía peores que los dibujos de Tomás. Lo miré, de costado: era un perfil liso, un perfil de lana. Su nariz salía de la línea como una cereza. Se mordía el labio inferior para dibujar. Se estaba esforzando con sus globos.

—Eso no es un pájaro. Los pájaros tienen patas, tu pájaro no.

Hice las patas –dos líneas que terminaban en estrellas–. Ahora sí. Todos vuelan.

Sonó el celular. Tuve que buscarlo en mi cartera, entre los cigarrillos (no, no podía fumar, eran apenas unas horas) y un tampón perdido al fondo. Era Felicitas.

—Sí, sí, todo bien… Sí, está dibujando… Un postrecito de chocolate… No… Todo bien… Yo te aviso… Quedate tranquila… Sí, te quedaba bien el vestido… No, no era demasiado escote… Pasalo lindo.

No era pásenlo lindo, no. No eran celos (pataditas de berrinche contra el piso, un malambo). Seguramente ya estaría borracho, Felicitas pidiéndole por favor que esa fuera su última copa, que tenía que manejar. Él masticando el vidrio del vaso, queriéndose cojer a todas las mujeres de la fiesta. Las sobrinas de alguien, con piernas largas, bailando: cimbronazos bajo las luces de colores.

Yo en la cocina de la casa de papá, de espaldas, en navidad, adivinándole el aliento, la mano que apenas quiso y enseguida entendió que no. Te confundí con tu hermana, a veces se parecen tanto… Sobre todo cuando llevan el pelo suelto.

Volví a Tomás. Me paré detrás de él y miré sus trazos. Giraba las hojas y hacía globos, y más globos. Le pregunté si tenía hambre y dijo que no. Los dibujitos animados sonaban de fondo, una música ambiental para nadie: la voz elástica y pasteurizada de un superhéroe en tres dimensiones.

Vi que se rascaba. Mucho, una y otra vez. Se metía la mano adentro del pantalón, entraba sorteando el borde del pantalón por su espalda y se rascaba. Los chicos se tocan, los chicos tienen el cuerpo como peras en almíbar, pensé.

—Qué lindos tus globos, Tomi.
—Vuelan. Acá está el globo mamá, y el globo papá y el globo bebé.
—¿Vos sos el globo bebé?
—No, es un globo. No un bebé.
—¿Y ese qué globo es?
—Ese es lo duro.

Tomás había dibujado un algo, una línea que iba del globo mayor al globo menor. Al globo bebé, que no era un bebé. Un algo que yo no sabía si era-.
Fui a la cocina. Encendí la luz, quise buscar algo en la heladera, la cerré, apagué la luz. Volví.

—¿Cómo que lo duro, Tomi?
—Vos no sabés nada de globos.
—Ni de pájaros…
—No.

No sé nada de pájaros. No sé nada de lo que bulle y germina, de lo que tiene patas de estrella y vuela. De los globos que flotan en el estómago de una mujer embarazada. De la piel que tira, tira.

Preguntar es seguir, es el hundimiento del Acorazado Potemkin.

La madre y la bala en el centro de la imagen, el carrito que cae por la escalera.

—Ya me aburrí de dibujar –dijo.

Y entonces volvió al sillón, y ahí se quedó un rato mirando el televisor. Después se durmió. Lo tapé con una frazada que tuve que extirparle a mi cama. El colchón quedó desangrándose, un desarmadero para el cuerpo que yo iba a tener después, durmiendo, sola. Sin nosotros. Sin cajas dentro de las cajas.

Recibí un mensaje de texto de mi hermana: «Estamos yendo».

Felicitas no quiso saber que Papá Noel no existía. Cuando se lo conté yo, que era todavía dos años menor, no pudo creerlo. Cuando se lo contó papá, sin mamá –mamá que era una elipsis dibujada en el cielorraso por la luz de un lamparón de pié–, tampoco. Ese día rompió el vidrio de la puerta que daba al jardín. Ella, que nunca rompía nada sin querer. Ella con los ojos de plástico de mi muñeca guardados en su mesa de luz, como dos gemas pudriéndose en la intemperie silenciosa del cajón. Ella, que no quiso saber, terminó jugando a que sabía.

Subió sola. Él esperaba en el auto, estaba demasiado borracho, y la alarma se había disparado en el medio de la fiesta. Prefería no subir. Felicitas entró a mi departamento, tenía el aliento grueso. Había estado fumando (recordé el paquete en mi cartera, quise). No fumaba delante de Tomi, Tomi, Tomi acurrucado, la cabeza sobre un almohadón, el televisor todavía sintonizando los dibujitos, por si se despertaba y me abría otra pregunta en el útero.

—Estuvo dibujando. Dibujó globos, y-

Felicitas empezó a hablarme del vestido de la novia. De las caderas tan anchas y la boca tan roja, tan fulminante de roja, y que la comida no había estado tan bien como en su casamiento, en el mío servimos, por lo menos, calientes los platos, y que se había encontrado con una compañera de escuela, que estaba gordísima, ¿yo estoy tan mal, así, tan vieja? Me agradeció mientras alzaba al leoncito sin despertarlo, se lo cargaba como un saco de cemento, lo apretaba contra sí para que no se le cayera.

Los acompañé en el ascensor, ella seguía con las caderas de la novia, y que el vino era baratísimo, baratísimo, un vino intragable, me decía esas cosas con su aliento cargado de alcohol. Borlas que quedaron flotando cuando volví después de abrirles la puerta y verlo mirando hacia el frente, sin dirigirme siquiera un rastro de ojos, cabeceando sobre el manubrio. La puerta se cerró herméticamente y el auto arrancó, dejando una palabra flotando en mi vereda:

Nosotros.

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*Valeria Tentoni nació en Bahía Blanca en 1985. Es abogada por la Universidad de Buenos Aires. Trabaja como periodista en gráfica y radio. Dirigió la revista literaria La Quetrófila y actualmente codirige Revista Pájaro y edita la Audioteca de poesía contemporánea. Publicó los libros de poesía Batalla sonora (Manual Ediciones, Rancagua, Chile, 2009) y Ajuar (Primer Premio Concurso Editorial Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2011). Con Ne bis in idem (inédito) obtuvo una mención del Fondo Nacional de las Artes en 2010. El sistema del silencio (17 Grises, Bahía Blanca, 2012) es su primer libro de relatos.

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