Hoy se cumple un año del fallecimiento del poeta chileno Gonzalo Rojas. Lo recordamos con un texto que escribió Tomás Eloy Martínez en las páginas del diario La Nación.

Tomás Eloy Martínez

De los grandes poetas que aún siguen de pie en ésta y otras latitudes, pocos son tan verdaderamente grandes como el chileno Gonzalo Rojas. A los 90 años, no ha dejado de escribir con el mismo erotismo feroz y febril de la adolescencia, y aún mantiene un apetito por la vida y una curiosidad por la especie humana que quizá sean su garantía de eternidad.

Viajé a Santiago de Chile para celebrar esos 90 años de Gonzalo, en ceremonias a las que acudieron la presidenta Michelle Bachelet y en las que hablaron escritores de todos los rincones de la lengua castellana. El poeta, que estaba en la habitación de al lado, en mi hotel, se despertaba temprano y, con una cortesía que jamás lo abandona, llegaba primero que nadie a las mesas redondas en las que se discutía su obra, antes de que le cayeran encima enjambres de jóvenes armados con los libros que habían escrito para rendirle homenaje.

Rojas está casi igual que cuando lo vi por primera vez, con su gorra marinera negra, su energía de fuego y la misma voz de barítono que tanto seduce a las mujeres de todas las edades: una voz que no ha sido castigada por el menor quebranto. Cada vez que la oigo en los pasillos del hotel de Santiago, advierto que aún queda Gonzalo para rato. Ya ha atravesado todos los premios con la humildad indemne: el Octavio Paz, el Juan Rulfo, el Cervantes. Sus libros se editan en ediciones muy baratas y otras de lujo, pero más vale que él no se tropiece con nadie que esté comprándolos, porque los paga con su propio dinero y los regala con generosidad instantánea, como si fueran hojas de hierba que van a renacer la primavera que viene.

Lo conocí una tarde de febrero de 1977, en las Colinas de Bello Monte, de Caracas. Acababa de aparecer su libro Oscuro en la editorial Monte Avila, y lo llamé por teléfono para preguntarle por el sentido secreto de unos versos que había publicado días antes, en el suplemento de letras del diario El Nacional. Eran líneas que revelaban una sabiduría próxima a la experiencia mística: “Que el aire vuelva al aire del pensamiento y no muramos de muerte….”. No morir de muerte era una idea que bastaba, me parece, para rescatar la vida.

En la poesía de Gonzalo los números expresan símbolos, como en los cabalistas y en los gnósticos del Tao. Las cifras, las verdades y los arcanos que se ocultan en los pliegues de los números y de las letras, todo sigue respirando allí. “Son las mariposas en las que se refleja el mundo”, me dijo aquella tarde remota.

Quien me presentó a Rojas fue el gran crítico uruguayo Angel Rama. Hasta ahora, yo había creído que Rama y Gonzalo vivían en el mismo edificio de las Colinas de Bello Monte, separados por un piso o dos. Los hijos de Rojas, que a fines de octubre estuvieron en Santiago para las celebraciones de los 90 años, me corrigieron la memoria: “Nosotros heredamos el departamento de Angel”, dijeron. “Llegamos cuando él y su esposa Marta Traba ya se habían ido a Washington.”

Pero la historia para mí es la que recuerdo: las paredes llenas de libros, cuadros de Guayasamín y de Roberto Matta, y objetos que Rojas había logrado salvar de su paso por China, donde fue agregado cultural del gobierno de Salvador Allende hasta el golpe de septiembre de 1973. En la desnuda y vocinglera realidad caraqueña de aquellos tiempos de exilio, Rojas se movía con un humor a toda prueba, quitándoles gravedad a las cosas, a las estrecheces económicas y a las dificultades que, como toda persona del profundo sur americano, tenía para adaptarse a las costumbres imprevisibles del Caribe. De todo hablaba Rojas con humor, salvo de las desdichas de su país y de las felicidades del amor. En esos temas era tan serio como San Juan de la Cruz, uno de sus poetas de cabecera.

Junto a Hilda May, su compañera de entonces y de tantos años, me llevó a ver la imponente cama de laca negra con dosel que había comprado en Pekín, y me acercó a la ventana del cuarto donde escribía para que oyera cómo se encarnizaban con su oído mártir las motocicletas venezolanas. Imaginé cuánto debía de herirlo aquel estrépito, justamente a él, que en uno de sus poemas mayores había cantado la riqueza sin término del silencio: “Oh voz, única voz: todo el hueco del mar, / todo el hueco del mar no bastaría, / toda la cavidad de la hermosura / no bastaría para contenerte”. “¿Nunca más silencio?”, le dije, pero él restó importancia al oleaje de afuera. “Dejemos que la vida se mueva con sus ruidos”, me respondió. “Que el silencio espere.”

Rojas habla un lenguaje tan preciso, tan vivo, que las palabras parecieran llegar a su encuentro sin que él las buscara, como si su voz contuviera un imán. O acaso su lenguaje está al otro lado de las palabras, donde ellas todavía no han sido nombradas. Su lenguaje escueto, parco, le viene de la aldea de carbón donde nació, Lebu, doscientos kilómetros más allá de Concepción, en el sur de Chile. A la orilla del pueblo, medio kilómetro por debajo del mar, se abre la boca de una mina de carbón ya extinguida. El primer recuerdo infantil de Gonzalo es una peregrinación de su padre al vientre del monstruo: el descenso entre piedras, el espectáculo de la boca, la lámpara de carburo que se encendió en la frente del padre, y luego, el paseo a gatas, oyendo el lejano bramido de las profundidades terrestres.

El poeta tenía cuatro años cuando una explosión de gas grisú lo dejó huérfano. “Voy corriendo en el viento de mi niñez en ese Lebu tormentoso –refiere el ars poetica de su libro Oscuro–, y oigo, tan claro, la palabra «relámpago». Relámpago, relámpago. Y voy volando en ella, y hasta me enciendo en ella todavía.” Muerte y relámpago fueron las primeras palabras de su vida.

Evocamos esas historias el último sábado de octubre en un restaurante cercano al hotel de Santiago, donde nos hospedábamos. Rojas siente aún melancolía por aquel pasado en el que la lectura era un hábito tanto de pobres como de ricos. Me contó que en la niñez frecuentaba a Dickens, a Verne, a Dumas. Le dije que ésos eran también mis autores. “¿No incurriste entonces en Salgari?” “No”, le contesté. “Salgari me resultaba más interesante en el cine que en los libros.” “Qué curioso”, comentó. “Yo tampoco fui salgariento.” La conversación derivó entonces de los piratas de la Malasia a la certeza de que cada ser humano es único, irrepetible, y se da sólo una vez en el curso de las edades. No habrá otro Proust, otro Neruda, otro Borges, otro Melville, otro Cervantes, dijo. Quizás algunos se les parezcan, pero no serán los mismos, ya nunca más los mismos.

En los parques y en las plazas de Santiago de Chile, en los bancos tendidos en la costanera del río Mapocho, los jóvenes repiten los maravillosos poemas de amor de Gonzalo Rojas como si fueran plegarias. Uno de los que he oído más veces, al pasar, es el que comienza con una pregunta inolvidable: “¿Qué se ama cuando se ama: la luz terrible de la vida / o la luz de la muerte? ¿Qué se busca, qué se halla, qué es eso: amor?”

La misma noche del sábado 27 de octubre, cuando él ya se marchaba de Santiago hacia su casa de Chillán, lo encontré en el ascensor del hotel y le repetí el verso: “¿Qué se ama cuando se ama, Gonzalo? ¿Lo sabes?”. “No, nunca lo supe”, me dijo. “Escribí la pregunta con la esperanza de que alguien, alguna vez, me dijera cuál es la respuesta. Y ya me ves en esta caja ciega del ascensor, todavía sin saberlo”.

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