Ayer, 4 de marzo, se cumplieron 11 años del Premio Alfaguara de Novela a El vuelo de la Reina, la novela de Tomás Eloy Martínez. Debido a este nuevo aniversario, compartimos un fragmento del primer capítulo de este libro ineludible en la obra de TEM.

A eso de las once, como todas las noches, Camargo abre las cortinas de su cuarto en la calle Reconquista, dispone el sillón a un metro de distancia de la ventana para que la penumbra lo proteja, y espera a que la mujer entre en su ángulo de mira.

A veces la ve cruzar como una ráfaga por la ventana de enfrente y desaparecer en el baño o en la cocina. Lo que a ella más le gusta, sin embargo, es detenerse ante el espejo del dormitorio y desvestirse con suprema lentitud. Camargo puede contemplarla entonces a su gusto. Muchos años atrás, en un teatro de variedades de Osaka, vio a una bailarina japonesa despojarse del quimono de ceremonia hasta quedar desnuda por completo.

La mujer de enfrente tiene la misma altiva elegancia de la japonesa y repite las mismas poses de fingido asombro, pero sus movimientos son aún más sensuales. Inclina la cabeza como si se le hubiera perdido algún recuerdo y, luego de pasarse la punta de los dedos por debajo de los pechos, los lame con delicadeza. Para no perder ningún detalle, Camargo la observa a través de un telescopio Bushnell de sesenta y siete centímetros que está montado sobre un trípode.

Hace diez días alquiló el departamento donde está ahora porque las ventanas del único ambiente se enfrentaban con las del dormitorio de la mujer como un espejo. Ella aparece siempre a la misma hora, lo que facilita la rutina del observador.

Nadie podría decir que es una belleza. Tiene labios finos y tal vez demasiado estrechos, la nariz erguida hacia una punta redonda y gruesa, la barbilla enhiesta y desafiante. Cuando se ríe, alza tanto el labio superior que la franja de las encías queda a la vista. Los tobillos de la mujer son gruesos y en las pantorrillas se le forman músculos de futbolista. Los pechos, demasiado pequeños, son sin embargo capaces de ondulaciones de medusa. Si se la cruzara en la calle, tal vez no se le ocurriría detenerse a mirarla. Pero su imagen irradia, sobre todo cuando queda enmarcada por la ventana, una libertad de gata, una indiferencia inconquistable, algo mercurial que la coloca lejos de todo alcance.

Los domingos, ella se queda cabalgando hasta muy tarde y llega al departamento con ropa de montar. Lucha largo rato para quitarse las botas y, cuando al fin consigue liberar los pies menudos, Camargo siente una felicidad insuperable, porque la mujer, al apartarse del espejo, depende sólo de su mirada. Los edificios de alrededor están vacíos, ella podría morir sin que nadie lo supiera, y si por un instante él la desprendiera de su atención, la dejaría huérfana en el océano del mundo. En esas largas horas no se aparta jamás del telescopio, observando los ligeros sobresaltos de la respiración y los temblores de los músculos.

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