Las sincronías son cada vez más frecuentes. De maneras siempre inexplicables, atados al azar que gobierna alguna ley desconocida, personas, objetos, lugares se cruzan con uno como la nueva manga de un río desbordado, de un arroyo de montaña salido de cauce. Aunque el curso de agua descontrolado se mueva de manera aparentemente caprichosa buscando el recodo por el que bajar hacia un lago –¿hacia el mar?—, pensándolo un poco, ese itinerario azaroso en realidad es un sinfín de rocas, ondulaciones, troncos de árboles en pie o caídos, ramas y hasta algún animal muerto que espera desintegrarse en lo más hondo del follaje. Son esos pequeños accidentes los que conforman el curso nuevo, el recorrido que podría, si se topa con una dificultad muy grande, acumularse hasta que la fuerza de la corriente empuje tanto que lo transforme en alud.
Hace no muchos días, un día de semana, me citaron a cenar sushi hecho por mi amigo Sebastián, a la casa de un fotógrafo italiano al que habíamos conocido en la presentación del libro de Cristina Civale sobre la noche porteña: Las mil y una noches. Mi interés estaba en una belleza demasiado consciente pero belleza irrebatible al fin, en la cara y el cuerpo de otro artista, argentino, con obra reconocida en NY: Ale Chasqui. Pero el italiano, Marco Vernaschi, se impuso con sus historias: era él el tipo que había pasado una temporada con pandilleros al servicio de narcos nada menos que en Guinea Bisseau, el paraíso de la ilegalidad y la miseria en el corazón de Africa. Fue por eso que el organizó el encuentro. El tipo era un sobreviviente. Y esas historias siempre me atrapan, por jodidas, por desmesuradas. Fue esa la roca que cambió el curso del agua. Fue eso lo que me llevó esa noche de semana hasta la otra punta de la ciudad.
Apenas llegué a la cita, entre los siete u ocho varones que floreaban la noche, uno de ellos se identificó: nos conocemos, dijo. Mi memoria siempre esquiva para caras y nombres –no para las unas y los otros por separado, sino para cruzar correctamente los datos— solo produjo la boba sonrisa del que no sabe pero no dice.
-En Boedo –dijo–. En la calle Castro Barros.
Fue suficiente.
-El conventillo de Cata Guagnini –dije.
-Sí, seguro no te acuerdas, pero yo pasaba mucho tiempo allá. Soy Leo, el novio de su nieta.
1994, entrando al verano. Llego a la casa antigua de la calle Castro Barros entre Pavón y Garay -¿1569?-, en micro, medio perdido. Piso el barrio por primera vez, como a casi toda la ciudad, en mis primeros recorridos. Me dejo perder, como enseñan las novelas, y camino fascinado por las huellas del tiempo en los muros urbanos. Vengo de La Plata, ciudad ordenada por el urbanista que la creó. Y antes de la Patagonia, donde lo viejo es solo el suelo que da el petróleo, las huellas de los dinosaurios. Llego a la casa antigua para hacer una larga entrevista a Lucas Guagnini. Entonces, entusiasmado por eso que fue luego la organización Hijos, – quizás por mi novia metida hasta abandonarme en ese re encuentro furioso que todos ellos experimentaron cuando se descubrieron–, decido escribir un libro con sus historias. Y por eso estoy allí, porque quiero conocer la de Lucas. Son horas y horas de grabaciones que aún descansan en una caja negra y blanca al fondo de mi escritorio. Nos habíamos cruzado en Clarín. El ya era periodista, y era el hijo de Luis, el periodista desaparecido. Cata era su abuela, la líder de Familiares de Detenidos Desaparecidos, la ex candidata a vicepresidenta por el Partido Obrero. Lucas me cuenta. Ahora, en esta noche de sushi palermitano, solo recuerdo uno de sus sueños recurrentes durante el exilio en Brasil: un ejército de enanos, de sujetos pequeños como insectos, mueve su cama. Sueña que la cama se traslada por los cuartos, que no la puede detener.
Leo sigue siendo el novio de la nieta de Cata. Leo es venezolano. Sigue teniendo la cadencia caribeña. Ahora Leo es canoso, muy canoso, y fotógrafo como la mayoría en la cena. Luego conozco su obra y veo que además es buen fotógrafo. Cuando pude acercarme le pregunté: qué fue del conventillo. Y entonces lo supe.
-Lo demolieron -, dijo.
Cata murió el 31 de julio de 2004. Pasados los años del conventillo no quedó nada. Ahora en su lugar se levanta un edificio con amenities. El agua desbordada de la memoria se volvió alud. En ese lugar viví. Poco tiempo después de conocer a Lucas que ocupaba un cuarto pintado de azul en el primer piso, me ofreció alquilar otro, muy pequeño, en el fondo del patio. Era una casa de principios del siglo XX, con dos pisos adelante, y una vieja estructura chorizo. El patio, en damero, tenía cuartos a lado y lado. Al fondo una escalera pintada de verde inglés, con dos alas. Una llevaba a mi pieza, en realidad dos minúsculas piezas, cocina y cuarto. La otra llevaba al cuarto de una prostituta que solía también trabajar por horas y limpiar el lugar. Abajo vivían un brujo, que solía atender a sus clientes ahí mismo, un tipo oscuro medio parecido a Garrincha.
Del otro lado, en el cuarto que daba al frente vivía una actriz de cine, Mirna. Había sido la protagonista de De los Apeninos a los Andes, y de Tango Feroz. Se dormía muy tarde y se levantaba pasado el mediodía. Como el baño era afuera, bajo las escaleras, la veíamos pasar vestida con una enorme bata que le llegaba al piso, y el pelo envuelto en un toallón, y salir de allí convertida en una diva. Al lado de su pieza vivía Martina, una señora croata, que criaba a su nieta, Romina. Era una adolescente de 14 muy ramonera. Cuando la conocí ya se había hecho una tatuaje en la mano al que con el tiempo odiaría. Frente a ellas vivía un anciano, el viejo.
Hacía muchos años que ocupaba el lugar, era casi tan viejo como Cata. ¿Quién más vivía en el conventillo? Creo que apenas llegué Lucas se mudó y en su cuarto se instaló una mujer que quería ser cineasta, escribía a máquina sobre un secretaire de roble heredado de una vida anterior en la que había sido la hija de una familia con dinero. Me he cruzado luego con muchas mujeres así: para quienes el garbo puede ser más importante que la vida. A veces, por la noche tarde, se escuchaba su llanto crecer como el sonido del alud que se desprende. Recuerdo una, muy fría. Me pidió que subiera, que por favor subiera a verla. Cuando entré, sollozaba, y entre sollozos me pedía que la matara.
En mi cocina entraba una heladera, una mesa de bar, dos sillas, y un aparador. En el dormitorio, una biblioteca, un escritorio, la computadora 286, y una cama de una plaza. En ese lugar escribí la primera crónica que me importó. Era la historia de dos hijas de desaparecidos, las hermanas Coronel, de Tucumán. Vivían con sus abuelas, casi seniles, a las que les decían Tuco y Tico, como las urracas parlanchinas. Esa historia me hizo comprender la espesura de la ausencia. Esa y la de Lucas, y la de otros a los que entrevisté luego, a lo largo de dos años. Esas historias siguen allí, en aquella caja. Nunca terminé el libro. En algún momento apareció el poeta Juan Gelman con un proyecto similar, y como mal principiante, di un paso al costado.
Ahora, después de ese encuentro fortuito con el conventillo derrumbando, vuelven a mi. Algo habrá que hacer.
Lea acá la segunda parte de esta historia.
*Cristian Alarcón nació en 1970 en La Unión, Chile. Vive en la Argentina desde 1975. Autor del libro Cuando me muera quiero que me toquen cumbia y Si me querés, quereme transa. Coordina talleres de crónica en Buenos Aires y otras ciudades de América Latina. Durante unos diez años escribió sobre violencias, conflictos y tensiones de las ciudades en el diario Página/12. También colaboró con TXT, Gatopardo, Rolling Stone, Soho, y en el diario Crítica de la Argentina. Actualmente es el Director Académico del Proyecto de seminarios y talleres para periodistas “Narcotráfico, ciudad y violencia en América Latina” que se realiza entre la FNPI y Open Society Institute. Es el Coordinador y Editor del Proyecto de crónicas sobre pandillas gestionado por la Coalición Centroamericana para la Prevención de la Violencia de la Violencia Juvenil. (CCPVJ) en Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua. Fue profesor de la Maestrías de Periodismo de la Universidad de San Andrés y el Diario Clarín; y de la Maestría de Periodismo de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata.