En el último día de 2013 compartimos con ustedes una pequeña crónica publicada por Tomás Eloy Martínez en diario Página/12 en la víspera de 1993, es decir, hace 20 años. Bill Clinton estaba por asumir su primera presidencia de Estados Unidos, y Martínez se encontró en la estación Penn con un argentino extravagante que tenía un único deseo para el año que comenzaba. Esperamos disfruten del artículo. ¡Y un gran año nuevo para todos!

Foto:  Pedro Hernandez
Foto: Pedro Hernandez

El beso es un espectáculo raro en los Estados Unidos. Cuando las personas bien educadas se conocen, no se besan como en la Argentina. Los amigos se abrazan, pero no siempre, a diferencia de lo que se ve en el cine. Las costumbres son aquí antisépticas y puritanas.

En vísperas de Año Nuevo vi, sin embargo, algo que rompía la norma por completo. Ante la puerta del Madison Square Garden, un hombre bien vestido, que se llamaba a sí mismo «El Gran Besador de Manhattan», estaba pidiendo limosna. Llevaba una enorme alcancía cilíndrica y explicaba, con un tono de lo más educado, que se proponía besar a Bill Clinton en Washington en el momento mismo en que asumiera el mando. La colecta era para eso: para costearse el viaje.

Me quedé mirando un rato al Besador, que se desplazaba con destreza de un lado a otro de esa acera, donde también está la entrada de Penn Station, la gigantesca estación de trenes. Allí se corre peligro de que a cada segundo los sospechosos sean interrogados por la policía o expulsados por los mercaderes que pagaron a precio de oro su derecho de piso. Vi que una mujer obesa encaraba al Besador con aire provocativo y, acercándole un dólar a la ranura de la alcancía, le pedía precisiones sobre la colecta. Apenas el Besador empezó su trabajo de seducción, supe que era argentino. No lo descubrí por el acento, que era arrastrado y gutural como el de los dominicanos de Washington Heights, sino por la gesticulación. Juntaba los dedos de la mano derecha y los sacudía con entusiasmo, movía la cabeza con ansiedad y arqueaba los labios con un cierto desdén, como quien está haciendo un favor.

No oí muy bien lo que decía, pero la obesa pareció conforme, dejó su dólar y se alejó por uno de los pasillos infinitos que desembocan en los andenes. Decidí imitarla. Saqué un billete y me acerqué al Besador. Antes de que me diera cuenta, fue él quien se puso a mi lado. A toda velocidad me recitó una cartilla de propaganda que ponderaba sus hazañas anteriores y explicaba con minucia lo mucho que cuesta besar a la gente famosa.

«¿Hace cuánto tiempo saliste de Buenos Aires?», le pregunté, exagerando el tono argentino. Eso lo desarmó. Se puso nervioso. Miró para todos lados y bajó la voz al nivel de susurro. Sentí que de un momento a otro podía salir corriendo. Para retenerlo, le prometí escribir sobre él y lo invité a un café en uno de los bares de la estación. Me aceptó, a condición de que fuera una cerveza.

Hubiera apostado todo lo que tenía a que el Besador era un chanta magistral, y habría perdido. Se trataba (se trata, porque todavía ha de estar donde lo dejé) de un militante auténtico del beso. Se me presentó como Rafael Andújar y dijo que había llegado a Nueva York en 1987 con pasaporte de turista. A las dos semanas, un amigo enfermero le pidió que le hiciera las guardias nocturnas en un dispensario de Queens. Aprendió a poner inyecciones y algunos rudimentos de quiropráctica. A fines de 1988 supo que podía entrar en un sorteo para conseguir la residencia y el permiso de trabajo. Tuvo suerte: sacó uno de los números premiados. A mediados de 1990 lo emplearon en un hospital católico donde ganaba el doble. Allí conoció a un evangelista que se moría de cáncer y que lo convirtió a la religión del beso.

Andújar es un erudito en el tema. Me explicó que, como todas las demás «técnicas del cuerpo», el beso es una experiencia social y un aprendizaje propio sólo de ciertas civilizaciones. Unir los labios es algo que no se conocía en la América precolombina y que aún ahora sigue siendo inusual en el Extremo Oriente, en vastas zonas de Africa y en el círculo ártico. Pero en Occidente fue siempre un símbolo de casi todos los sentimientos: el amor, la compasión, la paz, la simulación política o la traición, como en Judas. El siglo XX convirtió al beso en una mercancía, me dijo. Empezó a figurar en los libros de récords. Jane Wyman, la primera esposa de Ronald Reagan, dio el beso más largo de la historia del cine en una película de 1940: duraba tres minutos y cinco segundos. Un tal James Whale, de Leeds, Inglaterra, besó a 4.525 mujeres durante ocho horas, en una fiesta que se dio el 30 de mayo de 1988. Cada beso duró un promedio de seis segundos y medio. Andújar siente desdén profundo por esos competidores. Lo que a él le interesa es la calidad del beso, y el único competidor al que respeta es el «Besuqueiro» brasileño que, de acuerdo con sus informaciones, ya está retirado.

Para Andújar, la mayor hazaña del Besuqueiro fue irrumpir en el escenario del Luna Park mientras Frank Sinatra estaba cantando Strangers in the Night ante la más florida dirigencia de la última dictadura. Él no lo vio pero se lo contaron. Eso le dio la idea de viajar a Las Vegas y saltar al cuello de Madonna en uno de los momentos culminantes de Like a Virgen. Salió de su aventura con una costilla fracturada, pero no desistió. Besó a Prince, Axel Rose, Martina Navratilova, el cardenal John O’Connor de Nueva York y dos veces a George Bush. En cada ocasión, «sintió» –es lo que me dijo– que estaba besando simultáneamente a los millones de personas que «aman a esos ídolos». Cada beso ha sido para Andújar una especie de sacramento. Los llama «mi comunión con los santos».

El episodio con Madonna y el beso que logró darle a Whitney Houston en el set de filmación de El guardaespaldas le salieron carísimos. Con su calculadora de bolsillo, Andújar sacó una cuenta como de mil seiscientos dólares para cada hazaña: pasajes de avión a California, hotel y comidas, taxis, sobornos al personal de seguridad y tres semanas de hospital. Con Bush tomó infinitas precauciones: dio a conocer sus intenciones a los agentes del servicio secreto que, convencidos de que era inofensivo, le permitieron acercarse al presidente tanto en Queens (lugar del primer beso) como en Brooklyn (el segundo), tal vez porque Bush estaba entonces en plena campaña electoral y los besos no le venían mal. Pero la magnitud de los gastos acabó forzando al Besador a inventar el recurso de la alcancía. Hasta en eso, sin embargo, conserva la dignidad. Para salir de colecta se viste con su mejor ropa y aparece sólo «en lugares que frecuentan las personas educadas»: a las puertas de Macy’s o de Bloomingdale los días de liquidación, en el vestíbulo de los museos y a la salida de los teatros. «El beso es un mensaje de paz y yo soy un sacerdote del beso», dice, con seriedad absoluta.

No le va tan mal. Recauda un promedio de 130 a 140 dólares diarios, que salen en buena parte del bolsillo de los turistas. Los contribuyentes locales rara vez aportan más de un «penny» (un centavo de cobre). La peor pesadilla de Andújar es andar de banco en banco para que se los cambien por billetes.

Para el beso a Clinton pidió permiso hace más de un mes, pero se lo han negado, pese a que la última vez hizo una apelación formal. Es que el Besador no se conforma con un beso cualquiera. Se lo quiere encajar al nuevo presidente en el momento exacto en que alce la mano y pronuncie el sacramental «Sí, juro» en las escalinatas del Congreso de Washington. «Clinton va a ser el hombre más importante del planeta», me explica con entusiasmo. «Por lo tanto, tengo que dárselo en el momento más importante».

La idea es lógica pero difícil de practicar. El Gran Besador de Manhattan sabe que, cuando salte al palco presidencial, el próximo 20 de enero, se estará jugando la vida. Yo le prometí observar el espectáculo por televisión y prestarle todo mi apoyo moral. Terminé entregándole una contribución de diez dólares, aunque me parece que su cuento valía mucho más.

Al despedirnos los pasillos lóbregos y helados de la estación, Andújar me preguntó si yo creía, de buena fe, que Menem podía apoyarlo en su arriesgada empresa enviándole a Clinton una carta personal. Le aconsejé que se lo pidiera sin dudar un instante. Esa, le dije, es exactamente la clase de favores que le encantan a nuestro presidente.

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