El blog de la Fundación Tomás Eloy Martínez se propone como objetivo principal hacer circular textos de ficción y de no ficción de escritores y periodistas hispanoamericanos emergentes. Siguiendo la línea de los dos ciclos que inauguraron esta sección de los lunes -el de textos de ficción y el de textos de no ficción-, donde cronistas escritores de renombre cedieron fabulosas piezas narrativas, comenzamos un nuevo ciclo para darle cabida a las jóvenes plumas. Los interesados pueden enviar sus textos a info@fundaciontem.org.
Hoy es el turno de Chupagrasas en el Altiplano, una crónica del periodista peruano Cristhian Ticona, actualmente Jefe de Informaciones del diario La República de su país. Los chupagrasas son, según la leyenda, “hombres que se dedican a extraer grasa humana para comercializarla. Secuestran personas, las desaparecen y les quitan el sebo. La tradición oral en los pueblos andinos dice que algunos lo hacen sin que las víctimas se den cuenta, pero al final igual mueren”, aclara Ticona. Un campesino pierde sus miedos y cuenta su historia.
Karisiri

Por Cristhian Ticona*
Te recomiendo que no vayas solo compañero—me advirtió Liubomir Fernández—es mejor que te custodie alguien que conozca la zona.
— ¿Puede acaso pasarme algo por perseguir el testimonio de un campesino?—repliqué vacilante.
—Muchas cosas amigo, muchas cosas¬.
Liubomir es periodista. Lo he buscado en la redacción del periódico donde escribe, para contarle que vine hasta Puno rastreando las pistas de un sobreviviente de los kharisiris, que es como en los pueblos aimaras del Perú llaman a los chupagrasas, en su lengua nativa. Para ello debía desplazarme veintisiete kilómetros al sur de la ciudad, donde me espera Jaime, un aldeano atribulado por su deteriorada salud. Mi propósito es persuadirlo, conseguir que me cuente cómo burló la maldición mortal de los sacamantecas. En esta región peruana todos aseguran haber tenido una experiencia cercana con estos seres extraños. ¿Conoces a los sacamantecas? pregunté a Rolando, el recepcionista del hotel Luna Azul. Sí, a un amigo de la universidad le dieron algo en su bebida, lo durmieron y le quitaron el sebo para hacerle daño, por envidia. ¿Puedes ponerlo en contacto conmigo? No, no le gusta hablar de eso. ¿Qué sabes de los mantequeros? interrogué más tarde al taxista, camino al terminal de microbuses. Mi cuñado fue exprimido por esos malditos, pero no creo que quiera contarte nada, sería peor para él. Galo Medina, director de Radio San Miguel en la ciudad de Ilave, me ha revelado en otro momento que su hermano sufrió el rigor de los kharisiris. Esas cosas no se cuentan así nomás, hay que tener mucho cuidado, respondió a mis insistentes requerimientos para entrevistarme con su pariente.
—No vayas solo, pero sobre todo no te duermas—insistió Liubomir con un empecinamiento que me dejó preocupado.
Una historia como esta, de voraces mantequeros que atacan a distraídos pobladores para arrancarles la grasa corporal, y de brujos que prescriben tragar sebo humano para burlar la muerte, solamente puede ocurrir en el argumento de una novela como El Perfume, del alemán Patrick Süskind. En esa trama, el aprendiz de perfumista Jean-Baptiste Grenouille mata a bellas jóvenes con el fin de atrapar la fragancia de sus almas, en grasa que después destila con delicadeza. Pero en Puno todos los cuentos macabros son posibles. El de Jaime empezó una noche de luna llena, mientras regresaba a casa montado en su vieja bicicleta chacarera. Pensaba en el pretexto que le inventaría a su mujer para justificar el retraso y los tragos demás que se echó con su suegro en la comunidad vecina de Potojani. Pedaleaba con frenesí por la penumbrosa alfombra negra del asfalto que conduce hasta la frontera con Bolivia, cuando un perro se le atravesó intempestivamente. “Era pequeño, parecía de raza pekinés, de ojos brillantes, y con los dientes de abajo saliéndose de su boca” recordará tiempo después en la única entrevista que me concedió. El can se le quedó mirando, plantado en medio del sendero, en actitud desafiante. Un sentimiento de derrota le subió por los pies hasta el pecho. ¡Carajo, ya me cogió el kharisiri! se dijo. Luego, envalentonado por el efecto del alcohol, espantó al animal a gritos. Esa misma noche cayó enfermo.
Al final de aquella conversación, Liubomir Fernández decidió acompañarme al caserío en que Jaime se pasa los días pastoreando vacas o ganándose la vida con eventuales trabajos de construcción. De modo que estamos aquí, en Camacani, parados al borde de la carretera, masticando coca y untando con ajo nuestros pantalones para repeler a los chupagrasas. Es madrugada. Los tempraneros rayos del sol despuntan en las colinas cubiertas de colli y eucaliptos. Un viento helado acaricia nuestros pómulos enrojecidos por el frío de cinco grados bajo cero y de cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Es una caricia que araña, que rasga y lastima.
En la víspera contactamos a Jaime por teléfono. Nos ha dado indicaciones expresas para que lo esperemos junto a un letrero que se yergue al costado de la pista. “No es bueno que anden por ahí solos, puede ser peligroso”, dijo con cierto tono paternalista. Para guiarme hasta este lugar, Liubomir me impuso la condición inapelable de cumplir con todos los rituales prescritos para mantener a raya a los kharisiris: coca para obtener la protección de la Pachamama , ajo para mantenerlos fuera del alcance de nuestro tejido adiposo, y alcohol para aguantar mejor el frío o por si faltara valor. Mientras aguardamos el encuentro, mi acompañante relata la historia de uno de sus amigos que empezó a perder kilos inexorablemente. Los médicos no le hallaron enfermedad conocida y todos los intentos por contener su adelgazamiento fueron inútiles. En pocos meses, la masa muscular del muchacho se había consumido de tal forma que tenía la apariencia de un esperpento kafkiano. Tiempo después, la familia llegó al convencimiento de que algo así solo podía ser obra de los sacamantecas. Pero era tarde. Una noche, el adolescente que enflaquecía sin freno cerró los ojos y no los volvió a abrir más. La misma extraña enfermedad está menoscabando el cuerpo de Jaime. “El kharisiri me ha chupado la grasa. Flaco me ha dejado, pero me salvé de la muerte. Mis vecinos dicen que de todos modos voy a morirme” dirá más tarde, sentando sobre unas piedras redondas entre los sembríos que rodean su casa, con la mirada fija en el manso espejo de agua del lago Titicaca, esa sábana azulina y profunda que se pierde en el horizonte.
Glup, glup. Liubomir bebe pequeños sorbos de alcohol y hace una mueca que le desfigura el rostro. Luego se coge el cuello y carraspea con furia, como queriendo expectorar un gargajo incómodo.
—Ahora es tu turno—dice, mientras me alcanza la botella de aguardiente que compramos la noche anterior en el Mercado Central de Puno.
Glup, glup. El licor desciende hasta mi estómago en ayunas, incendiando todo el trayecto. En los caseríos y ciudades circunlacustres de esta inmensa meseta donde empoza el Titicaca, las historias sobre degolladores de humanos son tan cotidianas que por lo general todos dicen conocer las peripecias de parientes o vecinos que sucumbieron ante la iniquidad de estos vampiros de saín. Pero nadie quiere denunciarlos ante la Policía. Les temen. Su leyenda se extiende por toda la sierra y selva peruana. En lengua quechua estos monstruos adoptan el nombre de pishtacos, en los pueblos altoandinos del país.
Yunguyo

—Esto no es broma compañero—dice—he visto tantas cosas que francamente yo les tengo miedo. Se presentan convertidos en burros, ovejas o perros. Pasan por tu costado y sin que te des cuenta, sin que lo sientas, te quitan la grasa—. Luego bebe otro trago y vuelve a carraspear, esta vez con más fuerza.
Es agosto de 2009 y he venido a Puno tras la noticia de Jaime sin imaginar que tres meses más tarde, el 19 de noviembre, la Policía Nacional sorprenderá al mundo con la captura de una banda de criminales a la que bautizará con el nombre de “Los Pishtacos”. Cuatro personas serán detenidas bajo los cargos de secuestro y homicidio, acusadas del asesinato de por lo menos sesenta campesinos de Huánuco y Pasco, en la sierra central, con el propósito de extraerles la grasa del cuerpo para venderla al extranjero. El arresto de Elmer Castillejos Agüero, Serapio Veramendi Príncipe, Hilario Cudeña Simón, y Enedina Estela Claudio, se producirá después de varias semanas de paciente seguimiento. La pista será una encomienda, un litro de grasa humana en una botella desechable, enviada de Huánuco a Lima en un ómnibus de la empresa Estrella Polar.
Lo que acontecerá después será recordado como una de las intrigas más vergonzosas que haya protagonizado la Policía peruana y que en los días posteriores se irá desmoronando como un castillo de naipes. Mientras, crecerán las sospechas de que la noticia sería un montaje del gobierno de Alan García, una cortina de humo para desviar la atención ciudadana de los crímenes selectivos, que según una investigación del periodista Ricardo Uceda, habría cometido un “escuadrón policial de la muerte” en la ciudad norteña de Trujillo, contra prontuariados delincuentes.
“Vienen operando treinta años en esa zona, son verdaderos pishtacos”, explicará el jefe de la Dirección de Investigación Criminal, Eusebio Félix Murga, en una improvisada conferencia de prensa. Los noticiarios de la televisión mostrarán una casa en el inhóspito pueblo de Pillao, Huánuco, donde los degolladores les cortaban las extremidades a sus víctimas, los colgaban como reses con unos ganchos de metal, y destilaban la grasa con cirios, por varias horas. La única prueba que mostrará la Policía será el cuerpo del agricultor Abel Matos, asesinado y descuartizado por los detenidos. “Creemos que la grasa no estaba al alcance de cualquiera ya que cada litro costaba quince mil dólares. Probablemente hay una red internacional que la compraba porque hemos averiguado que es utilizada para cosméticos y maquinarias finas” agregará Félix Murga. La noticia dará la vuelta al mundo. La Asociación Nacional de Perfumería y Cosmética de España saldrá a desmentir que la grasa humana tenga utilidad para fines cosméticos y un avergonzado ministro del Interior, Octavio Salazar, admitirá públicamente que la Policía sobredimensionó la denuncia.
En la carretera, Liubomir comenta que además de la coca y el ajo, existe otro método para no ser atrapados por los kharisiris. El truco consiste en sorprenderlos, mirarlos antes que ellos nos divisen, y enseguida vociferar que los hemos pillado.
—¿Pero cómo demonios puedo reconocer a un chupagrasa? ¿Es posible eso? —lo interpelo.
—No te dejes engañar compañero, recuerda que se acercan convertidos en animales. Por eso hay que estar muy atentos—replica con una convicción escalofriante, genuina, resignada.
En Camacani las casas están dispersas, esparcidas sobre la llanura recubierta de pasto y cultivos de papa, entre montañas arropadas por viejos eucaliptos. Llegamos tras media hora de viaje en un microbús atestado de mujeres con polleras de colores encendidos, sombreros pequeños que apenas adornan sus cabezas, y rostros con los mofletes deformados por el bolo de coca que rumean durante horas para no sentir frío ni hambre. De pronto, un hombrecillo aparece en medio de las chacras y nos llama con los brazos. Mide apenas poco más de metro y medio. Viste una casaca de un rojo intenso, pantalón negro, ojotas, y un pasamontañas remangado que no llega a cubrirle el rostro. Es Jaime, el sobreviviente de los pishtacos. Tiene la mirada esquiva y las manos maltratadas por el trabajo duro del campo. Caminamos hacia él con alivio. Pero esa tranquilidad es alterada abruptamente por lo que parece un rapto de locura de Liubomir, que coge una piedra con rapidez felina y se pone en posición de ataque.
—¡Los he visto kharisiris de mierda, no crean que soy cojudo!—le grita a dos jumentos que vienen por el camino hacia nosotros.
***
Para algunos estudiosos, la creencia en los degolladores viene desde el tiempo de los incas, de la práctica de sacrificios humanos. Pero fue durante el proceso de colonización española que tuvo su mayor arraigo. El cronista Huamán Poma de Ayala (1556–1644) los describió como hechiceros que mezclaban la grasa humana con plumas, oro, y otros ingredientes extraños, para comunicarse con los demonios. Blas Varela (1545-1597), otro cronista del virreinato, los cita como desolladores de animales. Sin embargo, fue el escritor José María Arguedas quien en 1953 los reseñó como degolladores humanos. Dice el mito que son siniestros, insidiosos, despiadados y desconocidos, atributos suficientes para escogerlos como insumos literarios. El Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, no pudo mantenerse ajeno a las tentadoras historias de cortasebos y relató los crímenes de un pishtaco en su novela Lituma en los Andes.
La noche que Jaime sufrió el espanto de tropezar con un perro, trepó corriendo hasta su casa en la mitad de la colina, aturdido por el susto. Sudaba frío. Después de beberse un mate, se echó a dormir, profundamente mortificado. Despertó en la madrugada envuelto en una calentura infernal. Intentó bajar de la cama para buscar agua y fue entonces que cayó en la cuenta, súbitamente y sin explicación alguna, que había perdido las fuerzas. Estuvo postrado varios días, sin aliento, sin apetito, y revolcándose de fiebre. Hasta que al cabo de una semana, su resistencia fue rendida por esa sensación de agotamiento que lo empujó a pedirle a su esposa que lo lleve donde un médico.
Fue revisado sobre una camilla, con el torso desnudo y respirando hondo. No le hallaron un solo rasguño. Ninguna lesión, ningún hematoma, ninguna cicatriz o señal o rastro de lastimadura. “El pishtaco los adormece y despoja de la grasa. Luego los abandona en el camino mientras se marcha con su botín. Cuando el viajero despierta, cree que todo ha sido un sueño y sigue su camino. Fallece días después, sin conocer el motivo” escribió el antropólogo Efraín Morote Best en 1988. En efecto, la leyenda dice que algunos sacamantecas no dejan marcas, aunque otros actúan con suma crueldad y degüellan a sus víctimas. “Con un objeto cortante extraen la grasa o el tejido adiposo, operación tan discreta que no deja huellas. Los efectos son ineluctables: la víctima adelgaza y muere de algunos días o semanas” dice Gilles Rivière, experto del Instituto Francés de Estudios Andinos, una versión recogida en varios meses de estudio sobre los kharisiris, y que escucharé una y otra vez durante los días de mi estadía en el Altiplano. “No vayas solo joven”, me recomendó Maura en el ómnibus en que vine hasta Puno, “esos nakaq (degolladores) te duermen incluso en las combis para sacarte el unto (sebo)”.
La figura de los pishtacos o kharisiris está relacionada tradicionalmente con los foráneos, sobre todo con sacerdotes o personas ligadas a la iglesia Católica. Hoy son los propios nativos quienes viven con la marca de la desconfianza. “El kharisiri está asentado en el seno de las comunidades; no faltan sospechas de tal o cual persona o familia a cuyos miembros se ha encontrado en actitud sospechosa, de noche, por los caminos” sostiene Gerardo Fernández Juárez en un artículo “Kharisiris de agosto en el Altiplano aimara de Bolivia”. Fernández es profesor de antropología médica y antropología religiosa de la Universidad de Castilla-La Mancha (España), y es un estudioso de los indígenas del Perú y Bolivia.
Kevin Lane, antropólogo investigador de la University of Manchester del Reino Unido, cuenta que en la sierra peruana varias veces fue considerado un pishtaco. Lane vivió meses en Huagllapuquio, región Áncash, mientras exploraba zonas arqueológicas con Alexander Herrera, docente de la Universidad de los Andes en Colombia. Nadie del pueblo quería acompañarlos o trabajar con ellos. “En Huagllapuquio se nos consideraba como un equipo: el pishtaku y su ayudante” contaron a la revista de antropología Antípoda.
—La única forma de bajarle la fiebre, es colocándole una inyección—le dijo el médico a Jaime.
Bastó que mencionaran la palabra inyección para que el paciente recuerde los rumores sobre galenos trasmutados en kharisiris. De solo imaginar la aguja hipodérmica penetrando sus muslos, se le crispó el cuerpo y reaccionó con la desesperación de un niño antes de ser inoculado de anestesia en la encía, en consultorio de su odontólogo.
—No doctor, a mí nadie me vacuna—le dijo asustado—aunque tenga que morirme, me voy a mi casa. Si me pasa algo, por lo menos estaré junto a mi familia.
***
Un día antes de mi encuentro con Jaime, busqué en el barrio de Chanu Chanu, en la ciudad de Puno, al cineasta Henry Vallejo, quien rodó en el 2004 la película “El misterio del kharisiri. En el filme, los periodistas Paúl y Mariela viajan a cubrir la noticia de una extraña muerte. En una de las paradas, el camarógrafo baja a miccionar en la carretera y pierde el microbús. Mariela no se da cuenta porque se ha quedado dormida y tampoco siente que le están succionando la grasa con una máquina. Varias horas después el periodista llega al pueblo de Pomata y descubre que su colega ha desaparecido. Había sido secuestrada por el policía Chaiña, un kharisiri que por esos días necesitaba un corazón humano para hacer un pago a la tierra, a pedido de unos contrabandistas. Al final de la cinta, y con ayuda del teniente Chunga, Paúl rescata a Mariela cuando estaban a punto de degollarla. Chunga dispara en la pierna a uno de los cortasebos y descubre que era su subalterno y amigo Chaiña.
En la vida real el teniente Chunga es Edwin Zúñiga y morirá el 2008. Se correrá el chisme de que una maldición de los sacamantecas ha caído sobre los actores del reparto. En Puno se difunden rumores todo el tiempo. Dirán, por ejemplo, que una vez estrenada la película, los pishtacos se reunieron una noche para verla. Comentarán que los chupagrasas se burlaron del filme porque no mostraba toda la crueldad con que actuaban.
—Me llamaban para decirme que me cuide, que los kharisiris querían hacerme algo—me contó Henry en su estudio de Pioneros Producciones, en el segundo nivel de su casa.
—¿Qué pasó realmente con Edwin Zúñiga? ¿Su muerte tiene algo que ver con estas personas?¬—.
—Edwin era el único del elenco que tenía estudios de actuación—pronunció con tristeza—.No murió por esas cosas que dicen sobre una maldición de los kharisiris. Edwin viajaba bastante con su grupo de teatro y creo que a veces se descuidaba mucho de la comida. Se puso mal, lo operaron del estómago y no resistió.
***
—Esos kharisiris te sacan la grasa con una maquinita—dice Jaime. No quiere que vayamos a su casa porque su esposa le reprocharía que esté contando sus cosas a extraños.
—¿Cómo es esa máquina de la que hablas?
—Es como una radio. Cuando trabajaba en una carretera teníamos un compañero que decía ser kharisiri. Un día lo emborrachamos con harta cerveza y lo hicimos confesar. Nos dijo que la maquinita tiene unas agujas, como el reloj. Esas flechas marcan, apuntan donde hay personas.
—¿No se supone que debías morir? ¿Cómo sobreviviste?
—Cuando quisieron ponerme inyección en el hospital, yo me regresé. A mi esposa le comentó la gente que en Potojani había un chamán que curaba todo. Al kharisiri también cura, le han dicho. El curandero me dijo que le lleve mi orín de antes del desayuno. Ha sorteado coca en una manta, en su patio, y todito lo ha visto siempre. Yo pesaba 64 kilos. En una semana bajé a 58 y después llegué a 44. Era hueso y pellejos nomás. El yatiri (chamán) me dijo: cómprate sebo humano, eso es remedio para kharisiris. Le pregunté dónde podía comprarlo y él me aseguró que el doctor del hospital vendía, pero que él podía comprarlo por mí.
Jaime tiene la mirada triste. Nadie con los ojos hundidos de esa forma podría tener una genuina expresión de alegría. No obstante a veces sonríe. Detrás de esa mirada perturbada asoma un miedo natural a la muerte. Habla pausado y eso transmite una sensación de brusca languidez, como si arrastrara un cansancio viejo, de largos años de arrejuntarse sobre su espalda.
—¿En qué consistió el tratamiento?
—El yatiri me dio un frasquito con sebo. No era tan duro. Tenía que calentar al fuego una cucharadita todas las mañanas, para tomarlo en ayunas con té o mate. Me cobraba veinticinco soles por cada frasco. También me dio unas botellitas con una baba. Dice que es de un caracol del lago que cura enfermedades. Esa baba tenía que mezclar en un vaso con orín de burro que me vendió. Buen remedio para kharisiri es, me decía, no te vayas a asquear, normal nomás tienes que tomar. Tenía un sabor medio ácido y aunque no quería, me asqueaba, náuseas me daban.
—¿Y en verdad tú crees que el sebo y la orina de burro te han curado?
—En la primera semana me pasó la fiebre. Asco me daba tomar ese pichi amarillo. El chamán decía que hartas personas iban a buscarlo para que les cure. Me dijo que si quería ganar quince soles que le consiga más pis de burro. Yo tenía uno, y en las mañanas, durante tres días, me pasé harto rato debajo del animal con un pocillo esperando la meada. Pero nada. Me aburrí porque no orinaba.
—¿Y entonces por qué sigues flaco?
***
En los pueblos altiplánicos del Perú, el nombre de Apolinar Larico infunde temor o respeto, o ambas cosas juntas. Sobre todo en las provincias sureñas de Yunguyo y Chucuito. Fue procesado hace quince años por la justicia del país, acusado del crimen de una mujer para extraerle la grasa del cuerpo. Dicen que es uno de los kharisiris mejor cotizados y que vienen a buscarlo de Bolivia y Chile, debido a su fama de hacer sacrificios humanos en el cerro Khapía para que sus avaros clientes consigan fortuna fácil. Dicen también que merodean los pueblos, convertido en animal, y que casi nunca se le puede ver el rostro.
Sin perder tiempo, tomé una combi con destino a Yunguyo. Esta vez mi acompañante es el periodista aimara Sideney Sánchez. Yunguyo es según la tradición popular, la mata de los kharisiris. Se cree que sus pequeñas aldeas como Unicachi, Yanapata, Copani, Queñuani, Aychuyo o Chequechaca, están infestadas de cortasebos. El viaje desde Puno dura dos horas y media. Llegamos en el preciso momento que una pareja contraía nupcias en la iglesia que queda en la plaza principal del pueblo.
—Los pobladores creen que los curas también somos kharisiris y nos miran con recelo por razones históricas. Son antiguos desencuentros que vienen desde la conquista—me dice el sacerdote Miguel Maquera mientras se quita la estola y el alba que utilizó para celebrar la misa de bodas. —Yo soy aimara y a veces me invitan a participar de sus pagos a la tierra. Hasta los más incrédulos vienen a buscarme, me piden los santos óleos porque creen que son el antídoto para la enfermedad de los chupagrasas.
No se ha logrado establecer si las historias de pishtacos fueron importadas de España con la colonización, pero su presencia folclórica en diferentes regiones españolas está probada, tal como lo describe Gerardo Fernández Juárez en su libro “Kharisiris en acción”. En Valencia y Cataluña les llaman “greixet”, en Asturias y Galicia “sacauntos”, en Extremadura “cortasebos”, en Andalucía “mantequeros”, en Castilla-La Mancha “sacamantecas” y en Galicia “home do unto”. Manuel Blanco Romasanta es probablemente el mantequero español más famoso de Europa. Lo acusaron de vender “unto” y fue culpado de unos asesinatos que le dieron el apelativo de “hombre lobo”. Eso le costó la condena al garrote vil en 1853.
El padre Miguel Maquera me echa la bendición, visiblemente incómodo por el tema, y se despide con poca cortesía, aduciendo que debe atender asuntos de urgencia. Sideney me hace notar que en el centro del templo hay una mesa de piedra frente a un altar donde destaca la imagen de Cristo crucificado. “Es como una mesa de sacrificios” bromea.
—Claro que conozco la historia de Apolinar Larico. Acá todos la conocen—asegura Ángel Tito Salcedo, un abogado de unos cincuenta años que esta mañana viste short celeste, zapatillas, medias largas y una camiseta blanca como el siete en la espalda. Está listo para jugar fútbol.
—¿Es cierto que hace sacrificios humanos? ¿Cómo llego a su casa?—.
—Vive en Queñuani. Por el año 1995 encontraron a una mujer degollada cerca a un pozo de agua. Un vecino fue a sacar agua con un balde y primero salió la cabeza, después otras partes del cuerpo. La Policía hizo un operativo y Apolinar cayó con unas soguillas manchadas de sangre, verduguillos para sacrificar animales, estacas y otras herramientas que usan los cuchos (degolladores). Se lo llevaron a la cárcel de Juli, a media hora de viaje, y ahí estuvo encerrado. Todos dicen que en el Khapía hace sus pagos a la tierra con sangre humana.
El volcán Khapía está situado a 12 kilómetros de Yunguyo. Es el lugar más alto de la zona por sus 4,960 metros sobre el nivel del mar. El cerro alberga varias lagunas. Los nativos creen que dos de ellas tienen poderes extraordinarios: Wilacota (lago de sangre) y Warawarani (laguna de las estrellas).
He buscado a Apolinar Larico en el centro poblado de Queñuani, en las afueras de Yunguyo. Los vecinos creen que se fue a vivir a los caseríos aledaños. Según el Registro Nacional de Identificación y Estado Civil (Reniec), el único que lleva ese nombre en la zona es Apolinar Larico Gonzalo, nacido en 1941. Su ficha de identificación señala que ha fijado residencia el caserío de Chatuma, donde las familias se dedican a la crianza de vacunos y al cultivo de truchas en jaulas que flotan en el lago Titicaca. Nadie parece tener ganas de hablar sobre Larico. Siento que el miedo me embarga y empiezo a sugestionarme con tantas historias tenebrosas. El jefe de la Policía en Yunguyo, Edwin Timoteo Casanueva, me ha confirmado que en los últimos seis meses se han reportado veintidós denuncias de desapariciones en el distrito, sobre todo de forasteros, pero se muestra escéptico sobre una probable relación con la práctica de sacrificios humanos en el Khapía. Le he preguntado por una noticia que leí en el 2004. Un corazón humano hallado por unos campesinos encima de una piedra, rodeado de flores. “Son inventos. Las pruebas de laboratorio demostraron que era un corazón de borrego” respondió con cierta ironía.
En Juli, la pequeña ciudad lacustre donde Larico purgó condena, sostienen que el expediente del juicio debe estar en el archivo central de la Corte Superior de Justicia de Puno. En Puno responden que es al revés, que debe estar en los anaqueles de Juli. Apolinar Larico Gonzalo no registra empresas ni propiedades en el sistema tributario del Perú, que levanten sospechas de la supuesta bonanza económica que le atribuyen. Lo cierto es que Larico fue absuelto de todos los cargos y excarcelado. Durante los años de confinamiento se acogió a los beneficios penitenciarios y empezó a estudiar con el maestro Juan Luis Núñez, a quien ubiqué en el pueblo de Chucuito. “Yo le ensañaba cultura general. Parecía un hombre normal y aceptaba sin complejos que hacía pagos en el Khapía. Siempre es bueno wilancharse (pagar con sangre) me decía” contó esa mañana que lo visité en su restaurante.
—En Juli estuvo varios años en la cárcel. Las gentes dicen que un día se escapó, convertido en serpiente—asevera Ángel Tito Salcedo.
Mientras vuelvo de Yunguyo, veo por la ventana desfilar la impresionante morfología de esta meseta enigmática e impredecible. Pasamos por Camacani, donde Jaime me reveló que se había comprado una balanza a la que subía todas las mañanas para controlarse el peso. “A la tercera semana fui recuperando gordura y llegué a pesar más de 55 kilos. Pero dejé el tratamiento. Ya no soportaba más tomar tanta porquería, pero tampoco pude ser el de antes. Por lo menos vivo, aunque no sé cuánto más” dijo apesadumbrado. Por casi todo el trayecto hay cruces en ambos costados de la pista. Por largos espacios de tiempo, me sumo en la belleza del paisaje.
De un momento a otro las postales se me apagan. Quedo privado, sumido en un profundo sueño, preso de una lasitud inenarrable. Media horas después, un bocinazo me despierta. Abro los ojos y me lleno de espanto al descubrirme en abierto desacato a los insistentes consejos que me dieron en los días previos. “No te duermas por nada del mundo”. Volteo asustado buscando a mi acompañante Sideney Sánchez y lo encuentro observándome, sonriendo con sarcasmo, con malicia.
—Tranquilo—me dice—tú sigue durmiendo que no he terminado contigo—y señala mi abdomen. Entre sus dedos aparece una punta metálica que me deja petrificado. Era la punta de su lapicero.
*Cristhian Ticona es periodista. Jefe de Informaciones del diario La República (Sur). Fue becado por la Fundación Nuevo Periodismo (FNPI) que dirige Gabriel García Márquez. Es bachiller en Ciencias de la Comunicación, egresado de la Universidad Nacional de San Agustín. Es coautor del libro homenaje a Mario Vargas Llosa “Arequipa y el escribidor”. Administra su blog personal y su cuenta oficial de twitter es @cticona

6 thoughts on “Chupagrasas en el Altiplano

  1. ¡Excelente Trabajo! Las fuentes utilizadas hacen que el trabajo se vuelva verdaderamente real.

    FELICITACIONES Sr. Ticona.

    Saludos desde México!!!!!

  2. Hola, muy buen artículo. Cabe resaltar que encuentro algunos errores ortográficos imperdonables para un periodista, pero básicamente le pongo un 20 al relato; me lo leí completo,

    Saludos desde Arequipa.

Deja una respuesta