Compartimos A la mesa, un cuento de la escritora uruguaya Inés Bortagaray. El relato se publicó en la revista Ñ y en Zoetrope: All story. La autora, además, es co-guionista de los largometrajes Una novia errante (Ana Katz, 2006), La vida útil (Federico Veiroj, 2010) y Mujer conejo (Verónica Chen, 2011).

INÉS BORTAGARAY / Foto: Magela Ferrero

El mantel es blanco. Cubre todas las esquinas de esta larga mesa de madera puesta a lo largo del jardín, y llega a rozar el suelo. Sobre el mantel hay platos, fuentes, cucharas, cucharones, cuchillos, servilletas, tenedores, botellas, jarras, flores, migas de pan. Alrededor estamos nosotros, la familia unida. Todos sentados a lo largo de esta gran mesa que ocupa dos parcelas de quinta, la nuestra y la de los otros, los parientes. No somos tan ruidosos como una familia italiana ni se hace el gran escándalo ni el borracho da la nota, pero igual somos borrachos. Todos tomamos vino, por ejemplo. La mesa está rota, cortada en dos, pero nadie parece notarlo. En el medio la mesa se corta y unas astillas sobresalen del mantel, lo rasgan antes del ruedo, emergen como púas. La mesa se corta en dos entre las dos parcelas. De un lado quedamos nosotros; del otro, los parientes.

La pequeña esposa de mi primo alto, el de boca mojada como un pez y orejas de cera rebosante, viene hacia mí desde la otra mesa con gesto de arrojo (tras los cristales gruesos de sus lentes aparecen los ojos de indignación de muchacha provinciana que aún a pesar del encierro se hace temer, la de la lengua ácida). Se para frente a mí y me increpa: ¿por qué dijiste que mi tía es puta? Yo le digo: yo no dije nada, momentito.

Momentito: estoy recordando.

Hace veintisiete años dije algo. Dije, mirando la foto de la boda de la tía de la actual esposa de mi primo, dije: esta es una puta. Yo había aprendido la palabra puta y la usaba por vanidad. Mi vanidad se debía a haber aprendido a usar con ligereza algo que no parecía tan liviano. La palabra. Esta es puta esta no es puta esta es puta. Yo no soy puta. Yo no soy una cualquiera.

Aunque sí, puede ser que lo haya dicho, mil perdones. Ella me mira y los ojos que veo son tan grandes, oh, qué grandes esos ojos que me miran detrás de los cristales engordados, cóncavos, amarillentos, y yo pienso que ya no son de ira esos ojos que ella tiene sino de tormento. Por qué esperar tanto tiempo para vengar a la tía puta, yo pienso. ¿Por qué me lo decís ahora, cuando ya pasó tanto tiempo? No demora, y dice, como si mordiera: Porque vos y tu madre y tu abuela tienen que tener un merecido. Yo sí demoro. ¿Un merecido por qué? Vuelve a morderme. No estar tan campantes, en esta mesa, cuando bien se sabe que son víboras. Me molesta más lo de campantes que lo de víboras. Yo no siempre salí ilesa de las críticas ajenas. Me cuido mucho de hacerlas, de decir: este es un vanidoso, aquella está llena de amargura. Es por eso que lo hago más conmigo que con el resto y entonces me digo: qué vanidosos que estamos hoy, cuánta amargura me vino encima.

Dejo de prestarle atención a la esposa de mi primo el de la saliva y miro a una niña de rizos rojos que se ha venido a sentar a mi lado. La miro y no sé quién es, de qué pariente es hija. Se sienta como señorita entre mi hermana y yo; las dos la miramos con sorpresa. No nos pelea ni tampoco está jugando. Parece haber encontrado el lugar exacto para ella. Las piernitas le oscilan sin llegar al piso. Las mueve como si bailara, y noto unos minúsculos pelos rosados en las rodillas, en el borde de piel que queda libre entre las medias caladas y el organdí del traje. Rozo con mi dedo sus rodillas y ella se estremece y se ríe. Entonces me arrodillo y ella salta de la silla y nos ponemos a jugar bajo la mesa. Dice que se llama Olinka y que su nombre es ruso como el de algunas princesas. Jugamos a hacer caras de las feas y yo le gano. Afuera sigue el barullo, pero se oye apagado por el peso del mantel. Afuera alguien dice: nuestra ensalada es por lejos la mejor. Olinka se saca los zapatos y las medias caladas y me muestra su pie. Se lo huele y me lo da para que yo también lo huela. Lo huelo y le digo: ay, qué pie más asqueroso. Después vamos a los pies de la familia y se los olemos a todos. Algunos nos gustan y otros no. A ella le gustan más que a mí los pies de la familia. Los pies de mamá huelen rico. Tiene sandalias color café con tiras de cuero que se cruzan adelante. Mi hermana se rasca el empeine con la punta del zapato. Cuando acercamos las narices hace un movimiento brusco y le golpea el mentón a Olinka, que justo está oliendo. Olinka comienza a lloriquear y yo le tapo la boca con mi mano. En la mesa se hace silencio.  Alguien ahoga una exclamación y se oye un zumbido.

Me acurruco entre las piernas estiradas de mi padre (sé que ahora yace satisfecho con la boca casi sonriente, plácida, y esos ojos de ausencia dichosa, de momento previo al desencanto) y atraigo a Olinka contra mi pecho como quien aprieta a un niño durante el estallido de una bomba. La discusión entre las mesas da comienzo entonces.

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*Inés Bortagaray nació en Salto (Uruguay) en 1975. Ha publicado los libros Ahora tendré que matarte (colección Flexes Terpines; Cauce Editorial, 2001) y Prontos, listos, ya (Artefato, 2006; Puntocero, 2010). Crónicas y relatos suyos integran los volúmenes Pequeñas resistencias 3Esto no es una antología, y la compilación electrónica El futuro no es nuestro, además de publicaciones nacionales (LapzusDixit ) y extranjeras (Zoetrope: All Story; y próximamente Número Cero El Perro). Es co-guionista de los largometrajes Una novia errante (Ana Katz, 2006), La vida útil (Federico Veiroj, 2010) y Mujer conejo (Verónica Chen, 2011).

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