“El pensador”. Ilustración de Franz Kafka

En el 130 aniversario del nacimiento del escritor Franz Kafka, compartimos con ustedes una columna que Tomás Eloy Martínez publicó hace exactamente 30 años en el diario El Nacional, de Caracas, donde vivía sus años de exilio.

De todas las oscuridades que propone Franz Kaka –cuya obra es precisamente una metáfora de la Oscuridad más que de los laberintos -, hay una tan en el fondo de sus abismos, tan en la última negrura de su cueva de topo, que aún sigue ejerciendo cierta fascinación sobre sus biógrafos: es el encuentro de amor que vivió con la tuberculosis entre 1917 y el año de su muerte. Esta nota pretende iluminar siquiera las orillas de este enigma.

En la noche del 12 al 13 de agosto de 1917, Kafka se despertó ahogado por un flujo de saliva, escupió y encendió la luz. Descubrió de qué se trataba: un enorme coágulo de sangre. Caminó hacia la ventana y contempló la soledad de la calle. Tuvo entonces una segunda hemorragia, que no pudo detener sino al cabo de diez minutos. Se sintió liberado y con tal sensación de beatitud que durmió hasta bien entrada la mañana, sumido en una paz que nunca había conocido.

El médico a quien consultó al día siguiente diagnosticó una bronquitis aguda. Insatisfecho en que consultara a un especialista, Kafka se prestó con disgusto a las radiografías y análisis. El diagnóstico entonces: tuberculosis en los dos pulmones. Tenía 34 años.

Después del episodio, la primera anotación en su diario data del 15 de setiembre. Para comprenderla, es preciso enumerar antes las otras oscuridades de su pasado. Desde hacía diez años, Kafka era puntual empleado de una compañía de seguros, en Praga. En 1912 había iniciado un noviazgo con Felice Bauer que se interrumpía y recomenzaba entre tempestades cada vez más desgarradoras. El padre era un incesante y férreo obstáculo a su necesidad cotidiana de escribir. Las historias que había relatado eran todas historias de penumbra: “En la colonia penitenciaria”, “El topo gigante”, “El proceso”, “La metamorfosis”. La enfermedad anidaba en su obra como un presentimiento. Kafka la aguardaba; en cierto modo, Kafka la invocó.

El diario explicará por qué: “Ahora”, escribe el 15 de setiembre, “tienes la posibilidad, aunque limitada, de empezar de nuevo. No la desperdicies. Si penetras dentro de ti mismo, no podrás evitar la inmundicia que harás desbordar. Pero no te revuelques en ella. Si la enfermedad pulmonar es una metáfora, como tú dices, un símbolo de la herida cuya inflamación se llama F. (Felice), y cuya profundidad se llama justificación; si es así, entonces también todos los consejos terapéuticos (aire, luz, sol, reposo) son una metáfora. No descuides ese hecho: son una metáfora”.

Y añade, al fin, esta línea misteriosa: “Majestuosa aparición, príncipe del reino”.

Sesenta años más tarde, Susan Sontag descubrirá en su cáncer algo semejante: que es una metáfora del Mal, de los estigmas colectivos, de la marginalidad social. El cáncer es la peste que, sin embargo, le aporta una conciencia diferente de sí, de su más entrañable ser.

En Kafka, extrañamente, la tuberculosis será la embriagadora, la feliz metáfora de la libertad. Apenas sabe que la muerte está en él, las verdades últimas de su ser empiezan a desencadenarse: pide licencia en el trabajo, rompe su compromiso con Felice y se marcha al campo, a casa de su hermana Ottla, abandonando así la tutela de su padre. El cuerpo que se degrada se convierte en la tabla de salvación que le permite hacer lo que siempre quiso: escribir. Como para todos los místicos, esperar la llegada de la muerte acaba por confundirse con la llegada de la vida.

Esa experiencia duró siete años, los mejores, trasegados por largos períodos de exaltación y noches de pesadumbre. Como en los viajes, estar en otra parte –en el exilio de la enfermedad- le permitía a Kafka contemplarse con mayor lucidez.

Cuando murió, el 3 de junio de 1924, muchas lámparas estaban apagándose en Europa al mismo tiempo: Thomas Mann publicaría aquel año “La montaña mágica”, cuyos personajes –también tuberculosos- terminaban negando a la muerte todo poder sobre sus pensamientos. La enfermedad dejaba de ser un privilegio o, como para Kafka, un signo de libertad. Era la cárcel, la opresión, el no-ser: una metáfora que acentuaba los terrores de la realidad, en lugar de borrarlos.”

2 thoughts on “Kafka en el exilio

  1. Amo las letras de Tomas Eloy y de entre sus libros, El vuelo de la reina, me muestran su capacidad descriptiva en esplendor.

Responder a jesusa cervantes Cancelar la respuesta