A 50 años de la muerte del escritor norteamericano William Faulkner, compartimos una semblanza que Tomás Eloy Martínez escribió en junio de 1983 para el diario El Nacional de Caracas.

Faulkner / Associated Press

Quienes conocieron de lejos a William Faulkner dejaron de él la imagen de un caballero gris, inmune a las devastaciones del amor, receloso del azar y sobre todo tímido. Esa es parte de la verdad pero no la verdad completa: también amaba los placeres simples de la casa, el whisky bourbon, el cuidado de la granja y las cosechas, las tradiciones de su aldea –Oxford, unos 60 kilómetros al sur de Memphis, Mississipi- y el silencio de la intimidad. Sólo dentro de la rutina podía sentirse libre. Le costaba crear sin el auxilio de los olores conocidos y de los sonidos domésticos.

La grandeza tiene sin embargo extraños caminos. Acaba de aparecer en español una compilación de las cartas enviadas por Faulkner a la esposa, hija, editores, agentes, funcionarios del Departamento de Estado y amigos ávidos de tomarse fotografías a la lumbre de su fama*.

En ese epistolario asoma un hombre cortés hasta la retórica, respetuoso del tiempo ajeno (aunque no tanto como del propio tiempo), para quien los homenajes eran una intolerable molestia. Su actitud para crear era la misma que para cosechar el maíz: de ambos modos se ganaba el pan, y consentía de buena gana que lo corrigieran, porque las palabras que fluían de él eran (así lo creyó siempre) palabras que pertenecían a todos.

Sólo fue mordaz con el Poder. En agosto de 1956, el presidente de los Estados Unidos Dwight Eisenhower le pidió que elaborara, junto a otros escritores norteamericanos, “una imagen real del país” que sirviera como carta de presentación ante los demás pueblos. Faulkner propuso entonces, con la mayor formalidad, que se invitara anualmente a diez mil comunistas de 18 a 30 años para que vieran a Estados Unidos por dentro y supieran lo que significa, por ejemplo, comprar allí un automóvil con facilidades de pago.

Pero acaso el testimonio que mejor lo describe de cuerpo entero es el epistolario que precede y sucede a la concesión del Premio Nobel en 1950. Faulkner había oído rumores de que se lo darían desde dos años antes. Estaba francamente asustado y deseoso de rechazar la distinción, pero al final resolvió no hacerlo porque temía incurrir en “un insulto gratuito”. Cuando finalmente se enteró de que lo habían elegido, el 15 de noviembre de 1950, envió una carta al primer periodista sueco que lo llamó por teléfono, suponiendo que eso bastaba como aceptación formal.

Durante semanas dudó entre ir o no a Estocolmo. Se puso nervioso, bebió en exceso y trató de ocultarse en un campamento de caza. La contrariedad del viaje acabó por darle gripe, y cuando tuvo que trabajar en su discurso estaba aquejado de mareos y fiebre alta. El 10 de diciembre lo leyó por fin. Resultó un fracaso completo. Nadie pudo oír una sola palabra de las que musitaba ese campesino mal entrazado, cuyo frac le quedaba grande, y que parecía no saber lo que estaba diciendo.

Pero a la mañana siguiente, cuando el discurso fue publicado en la prensa, causó un extraño (y unánime) estremecimiento. Faulkner ni siquiera se enteró. Estaba ansioso por volver a casa.

“Yo no creo en el fin del hombre” –fue lo que dijo en Estocolmo-. “Creo que el hombre no sólo perdurará sino también prevalecerá. Es inmortal, no porque sea la única entre todas las criaturas que posee una voz inextinguible, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión y de sacrificio y de sufrimiento”.

Como Kafka, como Julio Verne, como Borges, Faulkner tuvo una de esas vidas minúsculas en las que no hay aventura ni drama: sólo el cotidiano sobresalto de la inteligencia. La grandeza que exhalan sus obras es como un misterio de fe. Todos ellos creyeron en algo sencillo –la casa, los libros, los mapas- y alumbrados por esa fe crearon mundos mucho más ricos que sus vidas. Según la Biblia, También Dios procede así, transformando su aburrimiento en eternidad.

* El libro es Cartas escogidas, que editorial Alfaguara acaba de reeditar.

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