En el marco del ciclo La Argentina y los escritores que están, compartimos el relato Los ojos más azules de Texas, de la escritora argentina Mariana Enriquez, que se publicó originalmente en la antología Los días que vivimos en peligro (Emecé).

Mariana Enriquez / Foto: Leonardo García

El teléfono de la habitación sonó a la medianoche. Martín lo escuchó desde su habitación, comunicada por una puerta con la que ocupaban su papá y su hermano mayor. El hotel tenía habitaciones con tres camas, pero entre todos habían decidido esa separación. A veces lo dejaban de lado en situaciones íntimas, como si supieran. Pero a Martín no le molestaba; estaba encantado de quedarse solo con la cama matrimonial blanca llena de almohadas, cuántas almohadas usaban los gringos, y el colchón ¡fabuloso!, no había colchones así en Argentina, él por lo menos nunca se había acostado sobre algo tan cálido y esponjoso, ni se había tapado con una colcha tan liviana y tan abrigada a la vez.

El teléfono lo despertó a pesar de que estaba muy cansado por el vuelo y se había dormido sin sacarse los pantalones. El grito de su papá lo despabiló del todo. Qué carajo decís, Mónica, por Dios. Vos estás segura. Si me estás haciendo una joda te reviento. A Martín lo sorprendió que su papá amenazara a su madre con reventarla: era bestia, pero no tanto. Debía estar pasando algo fuera de lo común. Se levantó rápido –notó un tirón en el cuello: se había quedado dormido en el avión en un posición incómoda—y abrió la puerta de la habitación de al lado. Su hermano estaba sentado, en calzoncillos, sobre la alfombra, con la boca abierta, entre medio dormido y muy sorprendido. Martín no pudo evitar mirarle con aprobación los músculos fuertes, un poco demasiado anchos, de los muslos.

Qué pasa, qué pasa –repetía, y su padre lo mandaba callar con la mano mientras se aferraba al teléfono con las dos manos, como si necesitara ese apoyo para no caerse. En un momento ordenó ‘poné la tele, la tele’, y Martín buscó el control remoto que estaba sobre la mesa de luz y se lo dio. Su papá hizo zapping pero no parecía encontrar lo que buscaba. Cortó y tuvo que contestar los ‘qué pasa’ de Lucas, el menor, que seguía sentado sobre la limpísima alfombra marrón claro de la habitación del hotel Westin City, que estaba barato a pesar de que era cuatro estrellas y quedaba apenas a tres cuadras del Sheraton Dallas donde se alojaba la selección nacional.

–Dice tu vieja que allá en la tele dicen que al Diego le dio positivo el doping.

Viejo qué decís, qué decís, Lucas se desesperaba, ahora sentado en la cama al lado de su padre, golpeándose los muslos y diciendo que no con la cabeza como si le hubieran avisado sobre la muerte de su madre, de su hermana menor, de su novia. Martín vio que las manos de su padre temblaban, que la cara se le ponía roja y la vena del cuello palpitaba, y pensó que le iba a dar un infarto ahí en Estados Unidos, y él era el mayor, si pasaba algo tenía que hacerse cargo, pero no sabía cómo. A los diecisiete todavía nunca había usado una tarjeta de crédito, aunque su papá le había prometido una extensión para cuando cumpliera dieciocho. El zapping seguía pero la noticia del doping no aparecía. “Estos gringos pelotudos no entienden nada de fútbol” gritó su papá sin importarle que fuera de noche tarde y pudiera despertar a otros huéspedes del hotel. “Vístanse que nos vamos al Sheraton a averiguar” les dijo, todavía muy loco. Lucas miró a Martín: “¿Será verdad lo del Diego?” preguntó, y se iba a largar a llorar aunque seguramente no entendía lo que podía pasar si, en efecto, era cierto. Seguramente pensaba, creía Martín, que a Diego lo iban a suspender para el partido con Bulgaria, el que ellos habían viajado hasta Estados Unidos para ver. No podían quedarse mucho más tiempo, porque aunque ahora Estados Unidos resultaba barato, tampoco les daba el cuero para unas vacaciones largas. Nomás una semana: ver a la selección clasificar para octavos, ver a Diego jugar como había jugado con Grecia, increíble, ese grito re maldito a la cámara, conocer alguna otra ciudad (Orlando, casi seguro, o Los Angeles) y volverse a casa.

Lucas lloraba porque, si era cierto, seguro que suspendían a Diego para el partido que ellos venían a ver. Pero Martín entendía más, y su papá también, por eso estaba tan trastornado. Si era verdad, y sobre todo si era la droga que todos suponían que podía ser, el Diego se terminaba. No iba a jugar más. Era un desastre, una locura tan enorme que Martín pensó que a lo mejor estaba soñando, porque Diego era un salvaje pero tampoco iba a rifarla así y en una Copa, en el Mundial de Estados Unidos, donde no lo querían, donde tenía que portarse porque lo perseguían. Su papá lo sacudió para ir al ascensor y se dio cuenta de que no soñaba, pero todavía quedaba la posibilidad de que su mamá se hubiera equivocado, ella no sabía nada de fútbol, y los canales allá en Argentina podían estar diciendo boludeces. Pero en el ascensor vio que la cara de su papá parecía más vieja y sintió esas ganas de vomitar que venían con un cansancio muy grande, todo iba a ser muy difícil si era cierto, la plata que habían gastado, Diego que a lo mejor se suicidaba, ver el partido con Bulgaria sin él en la cancha, lo caras que habían salido las entradas al Cotton Bowl y cuánto había costado encontrar una ubicación buena para los tres juntos, volver a Argentina a una depresión terminal; se imaginaba a todos con la cabeza baja caminando por la calle, cruzando mal y a las corridas diagonal 73, haciendo ese ruido como de chasquido con la lengua ante cualquier problema estúpido, los taxistas puteando en voz baja cuando se encontraban con una luz roja (como si no fuera más conveniente para ellos un viaje largo, qué raros los taxistas), el centro de estudiantes silencioso, solamente el ruido de chupar la bombilla del mate y el de la fotocopiadora.

Según el mapa –que se podía agarrar gratis en la recepción–, había que caminar dos cuadras hasta la calle Olive, donde estaba el Sheraton. Era cerca. Pero ninguno de los tres se esperaba lo vacías y oscuras que podían resultar dos cuadras en Dallas después de la medianoche. Un amigo de su papá, antes de que se fueran, en un asado de festejo y despedida, les había dicho que en Estados Unidos era todo distinto, que la gente cenaba a las seis de la tarde y se acostaba muy temprano, antes de las 9 de la noche a veces, que salvo en Nueva York o San Francisco no caminaban, se manejaban siempre con el auto, que en las ciudades podías ver un montón de autos pero muy pocas personas caminando por la vereda. A Martín le pareció que exageraba, pero ahora creía que tenía razón. Todo era raro. El hotel era una mole de cemento con todas las ventanas cerradas –Martín no entendía por qué no se podían abrir, ¿para mantener lo que decía en los folletos en dos idiomas, ‘ambiente climatizado’? No sabía. Caminando rápido, con su papá adelante casi corriendo, con los cordones de las zapatillas atados a medias, cruzaron por debajo de unos corredores de vidrio iguales a los que comunicaban los monoblocs de Dock Sud que Martín siempre veía cuando viajaba de La Plata a Buenos Aires. Solamente que los monoblocs eran pobres, y estos pasillos flotantes debían costar un montón de plata aunque también eran horribles. Lo único lindo era el césped cuidado afuera del hotel, bien cortado, muy verde. Pero entre los colores grises y la poca gente que se veía le parecía que Dallas era una ciudad incompleta. Lo mismo le había parecido cuando había visto más y mejor, de día, desde la ventana del taxi que los trajo hasta el hotel desde el aeropuerto. Dallas le parecía sin terminar, como si estuviera en construcción y la gente todavía no pudiera habitarla porque faltaban cosas elementales; como si le faltara una puesta a punto, una mano de pintura. Incompleta como la catedral de La Plata, que no se podía revocar –era de ladrillo a la vista; a él le parecía linda, pero entendía que era un papelón. Y no se podía revocar porque, según le habían explicado en el colegio, estaba construida sobre un suelo inapropiado que no aguantaba más peso. No solamente le faltaba el revoque: el proyecto original incluía dos torres. Pero si las construían, la catedral se iba a venir abajo. Eso decían.

Martín vivía cerca de la catedral, en una casa grande a una cuadra de la plaza Paso. Desde hacía poco, apenas unos cuatro meses, se escapaba de su casa casi todas las noches cuando el resto de la familia dormía, y se iba al bar de Raulito sobre la calle 13, cerca de Plaza Moreno. El bar no tenía un cartel afuera ni nada, era secreto aunque no estaba oculto, porque se podía tomar un trago en la vereda si hacía calor, o quedarse charlando bajo los árboles. Adentro no había mucho: una barra corta, una pasarela/puente sobre una pecera al ras del suelo (algo rarísimo, que Martín había visto en el bar de Raúl por primera y única vez) y un pequeño living con dos sillones muy cómodos para poder charlar. El bar no tenía nombre pero todo el mundo le decía ‘el de La Raulito’.

Martín había conocido a la Raulito una noche, temprano, cuando estaba por comerse una pizza en La Trattoria con unos amigos; todos venían de jugar al fútbol cinco en una cancha de la diagonal. La Raulito pasó por la vereda, lo miró, siguió de largo y volvió. Se le acercó y le habló al oído. “Esos ojos tienen que estar en mi boliche”, le dijo, y soltó un papelito con la dirección que le cayó justo sobre la bragueta. Martín sintió que le ardían las orejas, estaba listo para levantarse y ponerle una piña a ese trolo, por vergüenza, porque le había hablado frente a sus amigos, después del fútbol, que puto del orto zarpado. Pero cuando volvió la mirada hacia sus amigos, esperando el gaste, dispuesto a correr atrás del mariconazo y pegarle una piña, comprendió la experiencia y la sabiduría de la Raulito: había hecho toda la maniobra cuando sus amigos estaban eligiendo qué pizza querían, todos leyendo la carta; cuando los miró esperando la reacción, nomás le preguntaron de qué quería y él contestó jamón y morrones, siempre pedía lo mismo.

Llegaron al Sheraton rápido, casi corriendo, sin hablar una palabra durante el trayecto. Lucas transpiraba, y a Martín, que cerraba la marcha, le llegó su perfume, que venía desde algún lugar entre el olor a chivo y la colonia Pibes. El hotel no era demasiado diferente al Westin, y había gente en la puerta, todos argentinos, todos con cara de estropeados. Ninguno sabía bien qué estaba pasando, pero lo del doping positivo era totalmente cierto, de eso no había dudas, y era Diego. Uno de los argentinos, un tipo canoso que temblaba como si tuviera fiebre dijo que se podía zafar porque un tal Calderé en el 86 había tomado Bisolgón, y lo habían perdonado. Otro argentino caminaba y puteaba a Daniel Cerrini, el médico de Diego. ¿Se sabe qué droga es, se sabe?, insistía su papá, y uno de los argentinos, que decía ser amigo de un periodista que estaba en el hotel –no había forma de entrar, eso les quedaba claro por las caras y la actitud de los custodios de la puerta; había que demostrar que uno era huésped o que iba a alojarse para pasar—le dijo “efedrina”.

–¡Pero eso viene en las pastillas del resfrío, de la gripe! ¿Por qué es doping?

–Está prohibida macho, estos le dicen sustancia prohibida, no hay manera.

–¿Pero no es la papa, entonces?

–Y qué se yo, dicen que no.

Los periodistas, la mayoría, no estaban ahí, estaban el centro de prensa del estadio, cerca también, pero no tenía demasiado sentido irse hasta allá. Eso decía el argentino que la tenía clara. Dijo que ya se sabía que no perdían los puntos del partido con Nigeria -–de donde se habían llevado a Diego para el análisis–, y que había que esperar una conferencia de prensa. “Pero es todo posta. Hicieron contraprueba y volvió a dar positivo”.

La puta, la puta decía su papá y a Martín le dio vergüenza verlo llorar ahí en la calle, con uno de los argentinos pasándole la mano por arriba de los hombros, y Lucas sorbiéndose los mocos, todos parados en la vereda del Sheraton, al lado de la rampa por la que subían los autos, con ganas de entrar y agarrarlo de los pelos a Diego, o al médico, o al Coco, alguien tenía que tener la culpa, los gringos chotos que lo perseguían a Diego, que no lo dejaban en paz, todo porque antes era falopero, pero si ahora estaba recuperado, qué injusto todo. El argentino que le pasaba las manos por los hombros a su papá dijo que él también estaba en el Westin, que podían volver y quedarse en el lobby (“esta noche no hay quien duerma”) a esperar más noticias. Hay un canal que pasa noticias las veinticuatro horas, explicó, no lo encontraste de los nervios, le dijo a su papá.

Los tres volvieron al Westin, ahora acompañados por el argentino que la tenía clara. En el lobby, su papá pidió dos whiskies y Coca Cola para Lucas. Vos qué querés, Martín. Nada, me voy a la habitación, estoy hecho pelota, dijo Martín. Era una mentira. Ya tenía un plan. Subir a la habitación, ponerse sus zapatillas cómodas y dejar el hotel por una salida lateral que había visto. Quería caminar como caminaba de noche por La Plata, primero a Plaza Paso y comerse un superpancho si tenía ganas (eran los mejores de la ciudad), después por 13 hasta lo de la Raulito, y si conocía a alguien, llevarlo hasta los huecos oscuros de la Catedral, la espalda sobre la pared de ladrillo y el pasto bajo los pies. No se animaba a hacer mucho: tocarse, unas pajas, dejársela chupar. Iba de a poco. La Raulito lo gastaba, le decía que era “juicioso”. También le decía que tenía una lista larguísima de putos que se morían por él: porque le gustaba el fútbol, porque era un poco vergonzoso, porque, decía la Raulito, no se le caían las plumas. Martín no estaba seguro de nada, por eso también salía a caminar, el fresco de la noche le refrescaba la cabeza. Sabía que, en los vestuarios, a veces tenía que evitar las duchas porque se le paraba la pija (y no quería que sus amigos se enteraran, no lo iban a entender nunca). Sabía que se mataba a pajas pensando en el chico de la pizzería, en el de la casa de deportes, en el ayudante del gasista que había venido a instalar el calefón a su casa. Sabía dónde quedaba el verdadero yiro de La Plata, pero ir a esas cuadras le daba miedo. Por el momento.

Cuando salió por la puerta del costado del hotel pasó al lado de un parque grande y geométrico que parecía completamente vacío, aunque era difícil de saber porque estaba tan oscuro. No se esperaba que Estados Unidos fuera así. Pensaba que Dallas sería como el resto de las ciudades de las películas, con neón y restaurantes chinos. Le daba curiosidad la comida china, iba a probarla antes de volver, antes o después del partido con Bulgaria. ¡Qué bajón el partido con Bulgaria sin Diego! Pensó que se estaba perdiendo la última oportunidad de verlo jugar y se le endureció el estómago hasta dolerle; siempre le pasaba lo mismo cuando estaba enojado pero no sabía con quién. Había que esperar; a lo mejor lo perdonaban, la efedrina no podía ser para tanto, él había tomado para la gripe, no hacía nada salvo descongestionar la nariz. Si fuera merca, bueno, eso era otra cosa. En el bar de la Raulito se tomaba mucho, sobre todo los chicos que trabajaban y querían estar toda la noche despiertos.

En la calle había algunos autos, pero por la vereda no caminaba nadie. Era tarde, pero igual parecía una ciudad abandonada, o con miedo, como si la gente se quedara encerrada por la noche en sus casas mientras afuera acechaba algo que Martín no podía adivinar. A cada lado de la vereda, después del parque, había estacionamientos, llenos por completo de autos, ni un lugar libre. Y entonces se fijó en el nombre de la calle por la que había doblado, para no perderse, y se encontró con que se llamaba Elm y tuvo miedo, se acordó de Freddy con sus brazos desproporcionados en “Pesadilla”, el pullover a rayas negro y rojo (¿eran esos colores o le fallaba la memoria?) y el ruido de las manos cuchillas sobre el paredón, y tuvo miedo. No parecía la misma Elm Street de la película, pero las calles eran largas y podían cambiar. Calle 12, en La Plata, a la altura de 51, era la calle de los negocios, el centro comercial. Pero a la altura de 41 era una calle normal, de casas bajas. Buscó la calle del hotel por las dudas pero cuando llegó a la esquina de Elm y Pearl, se quedó duro. Había gente en la calle. Todos varones, por lo que veía. No muchos, apenas cuatro o cinco, fumando. Estaban en la puerta de lo que parecía un boliche bastante feo: una casa de cemento cuadrada, con el contorno de la única puerta pintada de gris; de adentro salía música. El nombre del lugar era “Elm & Pearl” (un nombre bastante tarado, pensó Martín) y estaba escrito en letras negras sobre un cartel blanco, muy sencillo. Al lado había una casa con toldo que tenía un cartel mucho más grande que decía ‘Dallas Public Safety Supli Inc 2206’. Estaba cerrado, ése local no era un boliche. Enfrente, otro estacionamiento. Al fondo de la calle, un bloque de edificios grises, todos anchos salvo tres torres mucho más altas, con ventanas que brillaban.

–Uy uy uy, pero si aquí han aparecido los ojos más azules de Texas –dijo una voz que vino de la derecha y Martín giró para ver de dónde salía. Era un chico más grande que él –de edad, porque era un poco más petiso–, morocho, de ojos grandes y marrones. Le pareció hermoso. Le aceptó un cigarrillo, aunque fumaba muy poco. La noche lo merecía, el garrón de Diego lo merecía.

–¿Cómo te llamás?

–Jesús. ¿Y tú de dónde sacas ese acento tan extraño?

–De Argentina.

–Ah, así sí, pues. ¿Y qué haces por aquí, por Dallas?

–Vine por el Mundial.

Jesús dijo que claro, que ahora caía. Y los dos se pusieron a charlar. Jesús contestó las preguntas de Martín. Vivía desde muy chico en Texas, pero había nacido en México, y a sus hermanos les encantaba el fútbol y hasta lo jugaban, toda una rareza en Estados Unidos aunque menos extraño en Dallas porque vivían muchos latinos. A él no le gustaba el fútbol ni le estaba prestando atención a la Copa. Martín no insistió. Ya se estaba acostumbrando a estar solo en lo del fútbol. Además, no quería hablar de Diego ni del partido con Bulgaria ni de la plata que su papá había gastado al pedo y lo mucho que iba a quejarse por eso toda la vida, si es que había vida en Argentina después del doping de Maradona. Una brisa fresca le dio escalofríos pero en realidad el miedo le había llegado por otra cosa. Se imaginaba a la gente en la calle allá en casa. Se imaginaba cortes de luz, saqueos, tiros, los caballos de la policía. Ese malhumor permanente de la gente que se vivía quejando y quejando, siempre quejándose, como su tío que tenía una empresa de amarres en el puerto y con esto del uno a uno ya no salían ni venían barcos y él iba a perder todo (“con lo que la luché”, siempre lloraba lo mismo, “con lo que la luché”), y Martín estaba harto de ese rezongo, de esa falta de música en el aire, de ese murmullo intenso de maldad reprimida que ahora, con Diego prácticamente muerto, iba a ser permanente. ¿Y si se quedaba a vivir en Estados Unidos? Por lo pronto, quería un trago.

–¿Entramos? –le preguntó a Jesús, señalando la puerta del Elm & Pearl.

Pero Jesús le preguntó la edad, y después negó con la cabeza. “Piden aidí”, dijo. Los otros hombres habían terminado su cigarrillo, y ya estaban de vuelta adentro de Elm & Pearl. Se habían quedado solos en la esquina. Martín se miró la punta de las zapatillas y esperó la despedida. Pero Jesús lo invitó a caminar. Le contó que estaban cerca de donde habían matado a Kennedy, en Dealy Plaza, sobre la misma calle, Elm 411. Y que ahí cerca estaba la oficina de su hermano. Siempre guardaba cervezas en una heladera. Podían tomar unas cervezas ahí, si a Martín le parecía bien.

Claro que le parecía bien. Cualquier cosa antes que el lobby del hotel con ese argentino amigo de periodistas, con su papá desencajado, con Lucas llorando y secándose los mocos con la camiseta del 10 que llevaba puesta. Apenas le prestó atención a Jesús cuando le mostró el lugar exacto donde Kennedy había recibido los balazos. No tenía mucha idea de quién era Kennedy. Le gustaba la forma de moverse de Jesús, sus caderas delgadas y la campera verde oliva con botones plateados que le quedaba estrecha. Jesús dijo que tenía 19 años, apenas dos más que Martín. Y que trabajaba en el hotel Four Seasons, pero no explicó haciendo qué. Abrió la puerta de la oficina con llaves que llevaba colgadas alrededor del cuello. El lugar era muy parecido a los estacionamientos que Martín había visto en su caminata. Pero no era un estacionamiento: el hermano de Jesús vendía autos usados. La oficina era chica y estaba dividida en dos ambientes mínimos por un placard: de un lado, el escritorio, un par de sillas, un sillón rojo medio mugriento. Detrás del placard, una cama de una plaza, un televisor y una heladera chica. Jesús enseguida lo hizo entrar ahí.

–¿Tu hermano no va a aparecer?

–No. Además, siempre me da la llave. Él ya se ha casado, y cree que uso este lugar para citarme con chicas.

Martín sonrió.

–¿Entonces no sabe nada?

–Ah, vamos, ahora dime que tus padres sí lo saben. Anda, cállate ya y vente a la cama.

Compartieron una Budweiser y no llegaron a terminarla que ya estaban sacándose la ropa, que era mucha por el frío. Martín tuvo que cerrar los ojos fuerte cuando sintió sobre la suya la piel del delgado pecho de Jesús. Se dejó hacer. Dejó que Jesús le sacara los pantalones y que le indicara cómo le gustaba que le chupara la pija, bien hasta el fondo, que tocara las amígdalas, las mandíbulas bien abiertas y los labios tapando los dientes, para no raspar. Vio cómo se humedecía los dedos índice y mayor con su saliva densa, y comprendió que era el momento, y se dejó lubricar, y se dejó relajar con susurros en los oídos, y conoció un dolor glorioso con la cabeza hundida en una almohada que olía a cebolla y transpiración, mirando con un ojo la persiana americana que tapaba el vidrio de la ventana protegiéndolos de cualquier curioso, aunque los dos sabían que no había nadie en la calle; y Martín también sabía que su padre no lo estaba buscando desesperado, que seguía agarrándose la cabeza en el sillón del lobby con su nuevo amigo argentino, ahora seguramente puteando a los gringos que se la tenían jurada a Diego, imaginando alguna conspiración de Blatter y Havelange y Pelé, que también odiaban a Diego, porque Diego les gritaba cuatro verdades a la cara y les cagaba la vida.

Jesús y Martín terminaron la cerveza. Los dos estaban muy cansados, y fumaron para evitar quedarse dormidos. Martín preguntó sobre Elm & Pearl, cómo era, qué era. Jesús le habló de concursos y coronaciones, de strippers latinos y negros, de travestis –no las llamó así, pero Martín entendió a qué se refería, aunque el nombre en inglés no le sonaba—que hacían shows, de hip-hop y go-go boys. Martín no quiso preguntar qué eran estas últimas dos cosas por vergüenza, le parecía que el hip-hop debía ser el rap, pero no estaba seguro y quería evitar quedar como un estúpido. De repente el boliche de la Raulito, le resultó pobre y aburrido. Pero sin embargo a Jesús no le gustaba tanto Elm & Pearl. Dijo que había mejores, como Kaliente o The Brick, pero quedaban lejos y su auto estaba en arreglo. Si tuviera auto, lo invitaba.

–Igual no me van a dejar entrar porque soy menor.

–Ah, pero si tuvieras más tiempo aquí, podría conseguirte un aidí falso. Me gustaría que te quedaras, la paso muy bien contigo.

–¿Están muy lejos?

–Caminando sí, pero en el carro serán unos diez minutos lo más.

Se quedaron callados. Martín debía irse de Dallas en dos días; entre los planes de su papá, que podían cambiar, estaba seguir a la selección. No se acordaba muy bien, pero creía que octavos se jugaba en Los Angeles, Nueva York o Boston, dependía de cómo salieran en el grupo. Pero ahora, con lo de Diego, seguro su papá cambiaba de planes y volvían a Argentina, sin pasar siquiera por Orlando. Se subió los calzoncillos, apagó el cigarrillo que estaba fumando y empezó a buscar la ropa. No podía quedarse mucho más tiempo en la oficina del hermano de Jesús.

–Voy contigo, no sea que te pierdas.

Martín aceptó. Le gustaba Jesús aunque ya no quería hablar con él, sí caminar juntos, pero no decir nada. Así fue. Jesús no le pidió explicaciones, ni quiso saber cuánto se quedaba en Dallas, no lo interrogó. Y tuvo el detalle de despedirse antes de llegar al hotel, de acompañarlo nomás hasta el parque geométrico –le dijo que se llamaba John Carpenter Plaza—y de darle un beso corto, para nada romántico. Por un segundo Martín le quiso contar que muchas plazas de La Plata también eran como el John Carpenter, que la ciudad había sido planificada y cada seis calles tenía una avenida, y en cada cruce de avenidas un parque, además de las diagonales, pero se contuvo.

–Que tengas suerte, ojos azules – dijo Jesús y desapareció caminando rápido, frotándose las manos frías antes de volver a meterlas en los bolsillos. Martín estaba tan cansado que arrastraba las piernas. Estaba sucio, pero no podía ni pensar en bañarse; también quería quedarse con ese olor un rato más.

Entró al hotel por la puerta principal. Pasó rápido por el lobby y vio, de reojo, que su papá seguía ahí, hablando con el argentino que la tenía clara. Lucas no estaba, debía haber subido a dormir. Eran las 3 de la mañana. Cuando llegó a su habitación, se sacó las zapatillas y se metió entre las sábanas limpias. Y sintió un vacío en el estómago, ganas de llorar; necesitaba algo para distraerse, el sueño y el cansancio se le habían ido de repente, estaba más despierto que nunca y el partido con Bulgaria, que iba a jugarse en poco más de doce horas, le parecía un evento de otro mundo. Encendió el televisor para que el ruido no lo dejara pensar. Se durmió antes de poder cambiar de canal con el control remoto.
Su papá lo despertó al mediodía. Tenía una cara terrible. A lo mejor se había emborrachado con el argentino, y eso que en general nomás tomaba cerveza los domingos. Le dijo:

–Bajá que nos juntamos a ver la tele abajo para la conferencia de prensa.

–¿Con quiénes?

–Con otros argentinos, hay un montón acá en el hotel. Dicen que es en 20 minutos, metele si la querés ver.

Martín se sentó en la cama y pensó que tenía que bañarse, que no podía ir a sentarse al lado de su papá a ver la tele con ese olor a pija y a transpiración y a mierda. Si él lo sentía sin ningún esfuerzo, su papá no iba a poder ignorarlo. Así que se duchó bien rápido y después bajó corriendo hasta el lobby con el pelo largo chorreando. Por suerte el hotel tenía calefacción, porque se había vestido con la piel todavía húmeda. Mientras buscaba a su hermano y a su papá escuchaba lo que decía la gente, casi todos hombres, algunas mujeres. Que cuando lo fueron a buscar después del partido con Nigeria Diego se le escapaba a la chica que tenía que llevarlo al doping. Que en ese partido se había mandado unos piques tremendos, que lo había pasado a Okocha, algo que Diego no tenía estado físico para hacer. Que era todo una cama, una cama, una cama. Que la AFA ya lo había retirado. Vio a Lucas sentado con una Coca Cola enfrente. Parecía destruido.

–La conferencia es acá cerca, en un hotel que dicen que se llama Forsisons. Pero algunos ya fueron y está re lleno, no te dejan entrar es un despelote.

–Más vale que no te dejan –le dijo Martín y pensó en Jesús, en si estaría en el hotel justo ahora cuando iban a explicar lo de Diego, en qué parte trabajaría. No sabía nada de él, de su primer amante. Era una lástima, pero al mismo tiempo, estaba bien. Agarró la Coca de Lucas y tomó un sorbo, del pico. Su hermano no pareció darse cuenta.

–¡Ahí está, ahí está! –empezó a gritar la gente, y por algún motivo Martín estaba esperando ver a Diego en la tele, no había entendido muy bien qué tipo de conferencia de prensa era. Pero no, estaban Joseph Blatter, que era el de FIFA y un tal Guillermo Cañedo. Se leyó un informe que decía: “El señor Maradona ha ingerido cinco sustancias prohibidas que tienen acceso al sistema nervioso central y que tienen un efecto similar al de las anfetaminas, aumentando la concentración y los niveles de actividad física. Esas sustancias no se encuentran unidas en ningún producto conocido por lo que suponemos que se trata de un cóctel”. Uh uh, gritaba la gente en el lobby del hotel, pero no sabían qué significaba exactamente el informe. “Yo sabía que efedrina nomás no podía ser”, decía una mujer, “¡si el Decidex te lo venden en los kioscos”! y alguien la hizo callar con un shh gritado. Y después Blatter: “La FIFA estudiará los aspectos disciplinarios del caso después del Mundial. Mientras no esté definitivamente cerrado, el jugador Diego Armando Maradona permanece suspendido de toda actividad futbolítsica”.

Eso era todo. Empezaron los gritos y las puteadas, los hombres enterrando las manos en el pelo, las chicas con la cara pintada y la camiseta de la selección llorando, los chicos queriéndose matar. Martín, sin embargo, seguía mirando el televisor. Esperando. Y entonces vio que alguien, con una jarra, servía agua en los vasos vacíos de los nerviosos funcionarios del fútbol. Le pareció reconocer las manos, las mismas manos de dedos largos y nudillos oscuros, pero no podía estar seguro porque la pantalla le quedaba demasiado lejos y la cámara ya se alejaba de los vasos. Después de Bulgaria, pensó. Después del partido a lo mejor se despedía de verdad, le contaba de la ciudad geométrica y a lo mejor hasta podía hablarle de fútbol.

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* Mariana Enriquez nació en 1973 en Buenos Aires. Es licenciada en Periodismo y Comunicación Social por la Universidad Nacional de La Plata y trabaja como periodista con el cargo de subeditora del suplemento de arte y cultura Radar del diario Pagina/12. También es redactora de Soy, el suplemento gay-lésbico del diario. Publicó dos novelas, Bajar es lo peor (Espasa Calpe, 1995) y Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004), una colección de cuentos, Los peligros de fumar en la cama (Emecé, 2009) y una nouvelle, Chicos que vuelven (Eduvim, 2010). Varios de sus relatos aparecieron en antologías como La Joven Guardia (Norma, 2006), Una Terraza Propia (Norma, 2006), En celo (Sudamericana, 2007), Replicantes: antología de cuentos contemporáneos dominicanos y argentinos (El fin de la noche, 2009) y Los días que vivimos en peligro (Emecé, 2009), donde fue publicado originalmente el cuento Los ojos más azules de Texas. Parte de su obra ha sido traducida al alemán, el francés y el italiano.

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